Cuando fallece una persona, no se convierte simplemente en un pedazo de materia orgánica, pues de algún modo permanece viva en la mente y el corazón de quienes la recuerdan. El ser humano se caracteriza por celebrar y conmemorar en todos los tiempos y culturas la vida y la muerte de quienes fallecen. De hecho, uno muere definitivamente cuando su recuerdo se va desvaneciendo a medida que transcurren los años y se suceden las generaciones. De ahí la importancia de las instituciones que tienen que ver con el último y final suceso de la existencia humana: la muerte. Entre tales instituciones destaca la función que desempeñan los ayuntamientos en la regulación y el funcionamiento de los cementerios municipales.
El viernes pasado, en el Pleno del Ayuntamiento de Zaragoza, se debatió una moción sobre la necesidad de elaborar y llevar a la práctica un nuevo reglamento del cementerio de Torrero. Como el reglamento aún vigente es algo más que obsoleto y está vinculado a los años más feroces y nacionalcatólicos del franquismo, todos los grupos políticos aprobaron por unanimidad la redacción final de un nuevo reglamento. Simultáneamente, se produjo un salto cualitativo en la historia de los acuerdos municipales de la ciudad de Zaragoza: por primera vez se aprobó oficialmente que la aconfesionalidad sea un marco de referencia en la redacción y ejecución del nuevo reglamento del cementerio de Zaragoza, cuya propiedad es exclusiva del ayuntamiento.
Hay personas y grupos que asocian la aconfesionalidad con actitudes antirreligiosas y antieclesiásticas, pero en realidad la aconfesionalidad no va contra nada ni contra nadie: es, más bien, una apuesta por la universalidad de las instituciones públicas del Estado, la posibilidad efectiva de que todos los ciudadanos y ciudadanas puedan hacer efectiva su libertad de conciencia en igualdad de condiciones y sin ningún tipo de discriminación por razón de sus ideas, creencias e ideologías. Un ayuntamiento aconfesional está en condiciones así de ofrecer a todos y cada uno de los ciudadanos la oportunidad de celebrar la despedida póstuma de un ser querido en unas instalaciones, con un personal y según una normativa iguales y comunes a todos. Quienes tienen creencias religiosas (católicos, protestantes, ortodoxos, judíos, musulmanes), así como quienes mueven su mirada y su vida en el horizonte de lo real, tienen el mismo destino, coinciden en morir al final de su existencia y acaban en el mismo tanatorio municipal. De ahí que las instalaciones y servicios funerarios que debe proporcionar un ayuntamiento han de cumplir siempre las condiciones de calidad, plena igualdad y respeto de todas las ideas, según la libertad de conciencia de la ciudadanía.
El Estado (por consiguiente, también un ayuntamiento) no debe ser pluriconfesional (en su seno asume varias confesiones religiosas a la vez) y mucho menos monoconfesional (coincidente con una sola confesión religiosa, que reconoce como propia y oficial), sino aconfesional (es decir, sin confesiones religiosas; ateniéndonos a la definición de aconfesional de la RAE: "Que no pertenece o está adscrito a ninguna confesión religiosa"). El Estado no debe ser aconfesional en nombre de alguna ideología agnóstica o atea, sino por su obligación de estar al servicio de la ciudadanía en plena igualdad de condiciones.
En el Estado aconfesional (por consiguiente, también en un ayuntamiento aconfesional) las creencias y las instituciones religiosas pertenecen al ámbito de lo privado, dentro de la libertad religiosa y de culto, y han de ser siempre acordes con las leyes supremas de la nación. Precisamente por ello, las instituciones del Estado, al pertenecer y tener que servir a todos los ciudadanos por igual, han de ser respetuosas con todas las ideas, así como también autónomas e independientes de todas ellas. Los actos y celebraciones de Estado (festividades, funerales, tomas de posesión, etc.) no deberían estar asociados a ningún rito o acto confesional, y los representantes del Estado deberían poner sumo cuidado en mostrar y demostrar el carácter aconfesional de sus cargos y sus actos.
A veces nos puede el ansia y adolecemos de baldía impaciencia. Cortos de vista entonces, dejamos que nos invada el desaliento al observar que nuestras expectativas parecen demorarse en demasía. Aceptamos con normalidad que determinados hechos se remontan a millones o miles de años y conocemos que muchos de los cambios acontecidos en la historia fueron abriéndose paso lentamente en el tiempo. Sin embargo, parece que queremos de forma inmediata y sin dilaciones el asentamiento en el mundo y en la historia del ser humano libre, responsable, dueño de sí mismo, liberado de supersticiones y de dogmas, consciente de su auténtica naturaleza y sus capacidades reales, dotado de un criterio personal, fundado y crítico. El paso, aparentemente insignificante, dado ayer en el ayuntamiento en relación con la aconfesionalidad del cementerio municipal va encaminado hacia esa misma dirección.
Profesor de Filosofía