El salafismo ha arraigado en Tarragona. Las presiones de los extremistas por el liderazgo de la comunidad musulmana y el aislamiento de algunos colectivos perpetúan la exclusión, sobre todo de las mujeres inmigrantes
Naima aligera el paso al doblar la esquina. El verano asoma a ratos en la provincia de Tarragona y la camiseta a tiras de esta marroquí de 15 años enseña alguna franja de piel todavía no bronceada por el sol. "Vistes como una puta", gritan desde el otro lado de la calle unas chicas también marroquíes, también quinceañeras, también musulmanas. A veces lanzan una advertencia más sutil: "¿No te avergüenza?"; "avisaremos a tu padre"; "tendrás problemas si imitas a los europeos". Naima sostiene que también hay variantes de corte más amable. Pero en esta tarde caldeada, a la salida de clase, solo recibe una ráfaga de miradas que rebotan entre ella y el suelo. La mayoría las lanzan curiosas que llevan velo, algunas no. "Les molesta que me ponga tan fresca, pero en el fondo tienen envidia", sonríe la joven, que reside en un municipio del principal arco de la inmigración marroquí de Cataluña. El epicentro español de la corriente más extremista del islam. El que recorre la línea trazada por los ayuntamientos que en apenas dos semanas han planteado, debatido y resuelto la prohibición del burka y el niqab en los edificios públicos: Tarragona, Reus, El Vendrell y cercanías.
El salafismo ha arraigado en Tarragona, según los servicios de inteligencia nacionales, europeos y estadounidenses. El riesgo difuso de esa implantación dispara el alarmismo entre los autóctonos. Pero la presión que imprime este radicalismo islámico recae en su mayor parte sobre el propio colectivo magrebí. Se palpa en el patio del instituto público donde Naima solo puede desenvolverse a gusto junto a las chicas de ropa occidental. También al otro lado de las verjas, donde madres autóctonas y musulmanas aguardan la salida de sus hijos repartidas en dos bloques y sin mediar palabra entre sí.
"Se aíslan porque ni entienden nuestro idioma ni nosotros el suyo. Pero sobre todo aíslan a las que intentan hablar con nosotras", explica María Milera, madre de 35 años. Aislamiento, castigo, represalia a la que se acerque a los europeos. Porque los europeos, por ejemplo, prohíben burkas y pretenden atacar el islam.
Este argumento es tan potente y ha recorrido con tanta fuerza las mezquitas que incluso el oratorio de Reus, la espina dorsal del salafismo español, se ha sorprendido ante el renovado brío de su comunidad. "Hace tiempo que no veía tanta agitación, pero cuidaremos unos de los otros", señaló el imán del centro tras el rezo del pasado domingo. Esta corriente, que aspira a la pureza absoluta del islam, es minoritaria entre los musulmanes de la zona. Controla los principales resortes para captar la atención y el dinero de nuevos inmigrantes. Pero apenas dos de cada diez musulmanes la profesan en Cataluña. Tres de cada diez en esta área tarraconense consolidada como la de mayor densidad de salafistas del sur de Europa. En esta tensión entre extremistas que pugnan por no perder influencia, la opción musulmana moderada tropieza con la prohibición del burka. "Esto tira por la borda años y años de nuestro trabajo. ¿Y para qué? ¿Cuál es el logro, o la conquista? La dignidad de la mujer musulmana no la conseguirá por decreto ningún pleno municipal", se indigna Rubén Iglesias, técnico de asuntos religiosos de una entidad de acogida, colaboradora con la Generalitat.
En defensa de la dignidad de la mujer musulmana; pero quizá también por una mejor dignidad de las urnas catalanas que se vislumbran no muy lejos, a la vuelta del verano. El momento coincide también con debates similares en otros países europeos cuya inmigración musulmana se halla en otro nivel de maduración, una o dos generaciones por delante que la española, según los expertos. En este contexto, la cruzada contra el burka y el niqab ha amasado un consenso ciudadano cercano al 90%; éxito total, aunque difuso, para los políticos. También ha provocado un asombro notable entre musulmanes: aire para los salafistas. "No hay debate sobre el burka, ha sido un monólogo. Nadie nos ha preguntado, y quizá se sorprenderían. A la mayoría de musulmanes nos parece bien. No entendemos el burka como algo propio, pero ahora muchos nos sentimos criminalizados. Nos miran raro al andar por la calle", advierte Elhessane Jeffali, de la entidad marroquí Adib Biladi, de Reus. "Las batallas que hay que librar se pelean día a día en la escuela, en la calle", insiste Iglesias. Y esas batallas, en algunos casos, empiezan a apuntar hacia la derrota.
Ramon, nombre supuesto de un técnico social de un Ayuntamiento del Baix Penedès -que no desea aparecer con el suyo verdadero- y responsable de que la quinceañera Naima se atreviera a desnudar sus omoplatos, explica la historia de Hassan. Este chaval de nueve años fue sorprendido el pasado septiembre rebañando las migas de su bocadillo aupado en el retrete de la escuela. "Llevaba todo el Ramadán [mes de ayuno obligatorio para los seguidores de la religión musulmana] almorzando a escondidas en el váter", recuerda el técnico. "Se subía a la taza para que ninguno de sus compañeros musulmanes pudiera verle por debajo de la puerta", detalla. "Entre el alumnado inmigrante existe cierto mecanismo de control social. Unos, los más religiosos, vigilan a los otros. Para que cumplan", relata. Esta vigilancia juega contra la integración y se multiplica por la presión social característica de la vida de pueblo. "Prohibir el burka nos arroja a los focos cuando necesitamos avanzar en silencio, sin que esos controladores se den mucha cuenta", señala.
Una lluvia pasajera obliga a Naima a refugiarse, mientras en un portal de Cunit, a una decena de kilómetros, se asoman las rejillas del burka de una mujer a la que no se le conoce nombre. Lleva siete años en la localidad. "La vecina del burka", le llaman. "Está aislada incluso entre la comunidad musulmana. No le hacen caso porque ella les ignora. No parece salafista, solo viene de un pueblo perdido de Marruecos en el que el burka sería como la boina. Algo cultural", explica un técnico que colaboraba con el consejo comarcal para que esta mujer, aislada y encerrada, recibiera clases y talleres de idioma. "Ahora ya es imposible", lamenta. El pleno municipal de Cunit aprobará a finales de mes el veto al velo integral. Esta mujer sin nombre es la única que usa esa prenda en la localidad, según el Ayuntamiento. La vecina del burka se quedó sin clases.
El aislamiento profundo de este tipo de colectivo, el que usa burka o niqab, no se resuelve retirándole la prenda. "Es un proceso largo, y vetar el velo es contraproducente": habla Sergi, mediador social de Reus dedicado a dar clases para mujeres musulmanas. Muchas de sus alumnas usan velo integral. La complejidad del aprendizaje quizá ilustra la magnitud del problema, asunto que pasan de largo los Ayuntamientos prohibicionistas y ansiosos de una solución rápida y vistosa. Sergi lleva 10 años preparando clases de castellano para musulmanas. En sus talleres, mujeres que llevan 11 años viviendo en el territorio son incapaces de reconocer su nombre para rellenar la ficha de asistencia. "No saben ni leer en su idioma. Es un problema de analfabetismo, un fenómeno muy cultural y poco religioso", subraya. Tampoco saben escribir. Algunas incluso tienen que identificarse mediante figuras de animales: observan la silueta del animal que se les ha entregado al comienzo de curso. La comparan con la que aparece en la hoja de registro, una a la altura de cada nombre. Las reconocen. Y estampan un garabato a modo de firma. "¿De qué servirá que estas mujeres vengan sin burka? ¿De qué les servirá a ellas?", se pregunta Sergi.
El polígono industrial donde está la mezquita de Reus se vuelve un hervidero a media tarde de domingo. "No dejaremos que atenten contra nuestra religión", se exalta Driss Kichouki. Musulmán en el paro de 55 años, 25 de ellos vividos en la localidad, y con la doble nacionalidad española y marroquí, Kichouki podría ilustrar cómo percibe el veto al burka un islamista que se autoproclama "salafista moderado". "El velo no molesta", proclama. Detrás de él, el consejo que gestiona la mezquita prepara la estrategia para combatir la oleada de prohibiciones. "No podemos permitir que arranquéis el velo a nuestras mujeres", insiste Kichouki. "¡Ah! ¿Pero sólo quieren prohibir el burka y el niqab? ¿No quieren eliminar todos los velos? Eso no nos lo habían dicho", dice apuntando a los hombres de túnica blanca que trasiegan por la mezquita.
La anécdota no sorprende a Xavier Gimeno, sociólogo y técnico social que conoce a Kichouki porque lleva 20 años colaborando con una decena de asociaciones de inmigrantes de la provincia. "Los salafistas hipnotizan a sus fieles y los políticos nos hechizan a nosotros", ironiza. Porque tras aclararle a Kichouki los matices del veto al burka, la mezquita se vuelve escenario de un consenso imprevisible. "Vaya", lanza el salafista, "pues si alguien nos lo explicara bien, quizá podríamos entendernos".