Hoda Shaarawi tenía 44 años cuando decidió arrancarse el velo que le tapaba la cara al moverse en espacios públicos. Ocurrió en la estación de trenes de El Cairo en 1923. Shaarawi, una mujer egipcia, culta e implicada en batallas políticas, luchó siempre por conseguir que las mujeres musulmanas no llevaran ni el burka ni el niqab, una vestimenta que consideraba imposición destinada a demostrar una ideología extremista que incluía el sometimiento y la obediencia de las mujeres.
Hace muchos años que grupos de mujeres musulmanas intentan explicar que el velo que tapa íntegramente la cara de las mujeres en algunas sociedades responde más a la expresión de una tendencia política de extrema derecha que a una exigencia religiosa. Para muchas es simplemente una especie de uniforme que proclama una militancia ideológica muy concreta.
Mona Eltahawy, también de origen egipcio, periodista y comentarista respetada en Europa y Estados Unidos, se asombraba recientemente al oír que intelectuales europeos asumían la defensa del uso del burka o del niqab en sus países, como una expresión de la libertad de elegir de las mujeres musulmanas, sin que haya forma de hacerles comprender que no están defendiendo un derecho, sino una ideología política de extrema derecha, que niega a las mujeres derechos humanos fundamentales. "Casi un siglo después de que Shaarawi protagonizara el acto de El Cairo, aquí seguimos", se irritaba.
Son muchas las mujeres musulmanas defensoras de los derechos humanos que apoyan la erradicación de esas dos prendas en los países en los que sea posible prohibirlas y que secundan los intentos de Francia, Bélgica o Canadá de vetar su uso en espacios públicos. Sin entrar en mayores discusiones, parece evidente que nadie debe impedir que una ciudadana se mueva por los pasillos y habitaciones de su casa con pasamontañas, si así lo desea, pero que es muy razonable negarle la entrada en cualquier edificio público, hospital, escuela, estación de ferrocarril o aeropuerto porque esa prenda impediría su identificación y generaría alarma e intranquilidad.
El uso del burka y del niqab debería estar también prohibido en espacios públicos en territorio español, por más que la existencia de Ceuta y Melilla, de soberanía española, garantice problemas añadidos. La gran mayoría de las mujeres musulmanas que viven en esas dos ciudades usan simplemente el velo que enmarca el óvalo de la cara, el hiyab, que no plantea mayores inconvenientes, pero hay casos cada vez más frecuentes de uso del niqab y no es posible ignorar esa realidad.
Legislar sobre el hiyab, objeto ahora de una gran polémica a propósito de la adolescente expulsada de su colegio, es algo mucho más discutible e innecesario. El velo que tapa el pelo no provoca ningún conflicto real y no existen argumentos que aconsejen su prohibición legal. Claro que tampoco hay razones para hacer una ley que prohíba las gorras o los bañadores, y los colegios tienen, sin embargo, derecho a incluir entre sus normas la exigencia de que sus estudiantes no se cubran la cabeza en clase o que no acudan en pantalones cortos.
El uso del hiyab debería ser tratado de la misma manera. Si el colegio de Pozuelo al que acude esa joven prohíbe el uso de todo tipo de gorras y tocados, no parece que tenga mucho sentido que hagan una excepción por el hecho de que ese tocado tenga relación con creencias religiosas. Lo que está claro es que nadie está negando a esa adolescente el derecho a recibir una educación: bastará con que encuentre otro colegio en el que no se prohíban los tocados, afortunadamente mucho más numerosos que los que imponen normas de vestimenta tan rigurosas. El problema es de sus padres, que no se han preocupado de averiguar las normas internas de ese colegio concreto o de buscar uno que responda a sus exigencias, y no de la sociedad en su conjunto.