Permítasenos una pregunta en medio de este universo plural. ¿No es un poco sospechosa esta convergencia casi unánime de izquierda y derecha, de cristianos y ateos, de feministas y machistas en torno al velo en nuestras escuelas? ¿Se ve realmente amenazada nuestra democracia por una prenda que han llevado nuestras madres y abuelas hasta hace bien poco?
El sentido común, que para Kant era "lo menos que se puede esperar siempre del que pretende el nombre de persona", nos obligaría a pensar por nosotros mismos y a ponernos en el lugar de los demás. Queremos ser europeos, parecernos a los franceses, a los suizos. Si ellos lo hacen, nosotros también debemos hacerlo, se dice. Pero Europa no es necesariamente una garantía: ha apoyado en otras ocasiones iniciativas más que dudosas.
A los inmigrantes, y en particular los musulmanes, les invitamos, o les dejamos, que vengan a trabajar. Pero han de dejar en la puerta sus pertenencias, como en prisión. Como laicos, no parece muy tolerante. Como cristianos, no parece muy caritativo. Como demócratas, no parece muy solidario. ¿No es un poco dogmática nuestra cultura, invertida en relación a la que decimos que es obligatoria entre ellos?
Si fuéramos un poco más permisivos, un poco más honestos con nuestro secreto, con el inevitable misterio de cada persona, ¿no seríamos un poco menos alarmistas con el secreto -con o sin velo- del otro, con las costumbres de los otros?
Si fuéramos un poco más felices, si viviéramos un poco más seguros en nuestras vidas, ¿no tendríamos menos necesidad de absolutizar nuestras instituciones, de sacralizar nuestras creencias, perfectamente respetables pero un poco peligrosas cuando pretenden convertirse en una regla universal.