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El Estado iraní como régimen reaccionario

El régimen iraní ha dotado de un poder desorbitado a los clérigos que no han cesado de acumular recursos políticos y riqueza de forma no transparente.

De Jomeini a Ahmadineyad

De entrada, conviene desmitificar la aureola “progresista” que el término revolución aún evoca en ciertos sectores – cada vez más minoritarios- de la izquierda occidental. Y es que el régimen iraní (la República Islámica) – que se presenta como revolucionario– está en las antípodas de cualquier concepción emancipadora real de la sociedad. Ciertamente, la creación de este régimen en 1979 se debió a un proceso revolucionario, de base popular, en el que confluyeron sectores ideológicos muy diversos (desde liberales hasta marxistas), pero la clave fue la permanente dirección política de la jerarquía del clero chií que acabaría asfixiando muy pronto el pluralismo inicial.

Los elementos doctrinales del Guía Supremo, el ayatollah Jomeini, combinaron dogmatismo y pragmatismo con una visión conspirativa del mundo. En su ideario se dan elementos de teocracia, nacionalismo (persa), antiimperialismo (“ni Este ni Oeste”), tradicionalismo rigorista y populismo social. La gran novedad de su liderazgo fue la introducción del principio del Velayat-e-faqih (el Guardián del dogma) que vino a entronizarle como una suerte de Papa del Islam chií, algo insólito en el mundo musulmán, aunque aceptado por el grueso del clero iraní (el liderazgo carismático de Jomeini resultó incontestable) dada su mayor estructura jerárquica en comparación con el sunnismo.

Tras la muerte del irrepetible imam Jomeini (1989), se produjo una apertura limitada (Rafsanjani, Jatamí), si bien los Presidentes de la República Islámica tienen poderes limitados frente al Guía Supremo (Alí Jamenei). Pese a las intenciones reformistas de Jatamí, la jerarquía clerical bloqueó y desautorizó el grueso de sus proyectos y vetó a numerosos de sus candidatos, de ahí la profunda decepción de los jóvenes y las mujeres que le habían apoyado electoralmente. El fracaso de Jatamí produjo el divorcio entre buena parte de la élite reformista y los electores que la habían respaldado, lo que dio paso a una fase de apatía y desmovilización.

Este conato de apertura se cerró con el triunfo de Ahmadineyad como Presidente de la República (2005), precedido por la victoria de los conservadores en las elecciones parlamentarias del año anterior, una vez depuradas a fondo las listas electorales. Este Presidente ha recuperado el objetivo islamista de liderar el mundo musulmán radical y ha acentuado el autoritarismo y el nacionalismo, de ahí sus constantes recortes de los limitados espacios de pluralismo, su retórica “antiimperialista” (que lo conecta con Chávez, con quien mantiene estrechas relaciones) y su apuesta nuclearista. Se trata de un dirigente populista que utiliza a fondo eslóganes contra los EUA e Israel, asumiendo incluso el negacionismo del holocausto.

De un lado, Ahmadineyad manipula a los estratos bajos de la sociedad iraní, y de otro, cuenta con el apoyo del grueso de la jerarquía clerical reaccionaria; de ahí la represión contundente contra la oposición y todo tipo de disidencia. Este endurecimiento político también se explica por el deterioro económico que agrava las protestas: Ahmadineyad ha dilapidado recursos petroleros, ha aumentado el déficit presupuestario, ha incrementado el riesgo para los créditos, ha desalentado las inversiones extranjeras (¡en un país con tecnología deficiente en varios sectores clave!), ha provocado una alta tasa de inflación y es incapaz de atajar el desempleo juvenil o la especulación inmobiliaria.

La estructura del poder

El régimen iraní ha dotado de un poder desorbitado a los clérigos que no han cesado de acumular recursos políticos y riqueza de forma no transparente. La jerarquía religiosa desconfía muy mayoritariamente de los civiles, por eso se ha reservado el control directo del ejército, las cada vez más influyentes milicias (los basijis), la policía, la judicatura o las fundaciones (éstas controlan el 25% del presupuesto del Estado). Sólo los clérigos pueden ocupar cargos como el de Guía Supremo, consejeros de la Asamblea de Expertos o la presidencia de la justicia. Con todo, sí son perceptibles algunas diferencias en el seno de la élite dirigente: 1) doctrinales (el principio de Velayat-e-faqih no suscita unanimidad completa), 2) económicas (entre estatalistas y liberalizadores) y 3) exteriores ( acentuar la retórica antioccidental o buscar acomodos pragmáticos).

El rasgo más sobresaliente del régimen político iraní es el de la duplicación de estructuras pues coexisten las clericales y las electivas. En este sentido, es un régimen contradictorio que combina teocracia clerical y principio representativo popular, dos fuentes bien distintas de legitimidad política. Pero se trata de un dualismo desequilibrado y desigual por la rotunda supremacía jerárquica de las estructuras clericales, lo que confirma el carácter autoritario – y reaccionario por su inspiración ideológica dogmática- de tal régimen.

En efecto, pese a la aparente coexistencia de elementos no representativos y electivos, debe quedar claro que los cargos no abiertamente electivos tienen más poder que los derivados del sufragio popular. Por lo demás, los cargos electivos son previamente “filtrados” por los clericales, de ahí la doble subordinación de los mismos (tienen menos poder y se componen de candidatos “aprobados” antes por la jerarquía religiosa) (vid. gráfico).

El Guía Supremo, cargo vitalicio designado por la Asamblea de Expertos (pese a su carácter electivo popular sólo puede estar formada por clérigos), está por encima de todos los poderes del Estado en virtud del principio del Velayat-e-faqih, y controla directamente los principales aparatos políticos. A continuación, la clave del régimen está en el Consejo de Guardianes (seis clérigos y seis magistrados islámicos), designados por el Guía Supremo a propuesta consultiva del Consejo de Vigilancia, a su vez elegido por el líder máximo, con lo que el círculo se cierra. Este órgano controla de forma absoluta las leyes del Parlamento y aprueba o no todas sus candidaturas electorales, siendo en consecuencia el principal escudo institucional para la reproducción y autopreservación del régimen.

En contraste, los poderes de las instituciones electivas es mucho menor: 1) el papel de la Asamblea de Expertos es importante, pero se trata de un órgano que sólo se reúne una vez al año para elegir o ratificar al Guía Supremo; 2) el Presidente de la República carece de poder militar y no puede disponer libremente de los Ministerios de Seguridad, Exteriores o Información ( estos sectores pertenecen al Guía Supremo); 3) el Majlis ( el Parlamento) está sometido al Consejo de Guardianes que filtra imperativamente todas las candidaturas y puede vetar de modo insuperable las leyes parlamentarias.

El régimen y la sociedad.

Tras el fraude electoral de 2009 (Ahmadineyad le robó el resultado al reformista Musaví) ha aumentado el foso entre el régimen y una buena parte de la sociedad civil iraní que hoy no se siente representada. Las grandes movilizaciones de la oposición fueron duramente reprimidas por el régimen, pero el descontento prosigue. Y es que la situación de la mayoría de los jóvenes y las mujeres sigue siendo negativa. En particular, en el caso de éstas, pese a su creciente cualificación (el 52% de los estudiantes universitarios son mujeres), ocupan un lugar inferior en la escala social: necesitan autorización de los varones para poder viajar, heredan por principio la mitad que éstos, siendo también de la mitad el valor de su testimonio judicial y tienen prohibido el acceso a ciertos cargos públicos, pese a que su presencia profesional es muy alta en varios sectores como la enseñanza o la sanidad.

En conclusión, el régimen clerical iraní ha concentrado fuertemente el poder en la cúpula y se beneficia tanto de la ausencia de tradición histórica liberal como de la debilidad de la oposición. El régimen iraní, retórica a parte, tiene pues una inequívoca dimensión autoritaria porque tiende siempre a recortar el pluralismo: el político (por los desequilibrios institucionales citados), el ideológico (por el rigorismo doctrinario oficial), el nacional ( ya que los derechos de las abundantes minorías nacionales están recortados) y el de género ( por las limitaciones que afectan a las mujeres). Por todo ello, parece evidente que no es de recibo intentar “salvar” algún elemento supuestamente progresista de un régimen autoritario que es intrínsecamente reaccionario.

Cesáreo Rodríguez-Aguilera

Catedrático de Ciencia Política

Universidad de Barcelona

 

Fuentes:

  • S. Cronin (coord.): Reformers and revolutionaires in modern Iran, Routledge, Londres, 2004.

  • B. Hourcade: “Iran, retour à l’islamisme?”, Politique Internationale nº 109, otoño 2005.

  • F. Khosrokvar y O. Rey: Irán, de la revolución a la reforma, Eds. Bellaterra, Barcelona, 2000.

  • M. Makinsky: “La nouvelle présidence iranienne: un jeu a multiples inconnues”, Politique Étrangère nº 3, jul.-sept. 2005.

  • M. J. Merineo: La República Islámica de Irán. Dinámicas sociopolíticas y relevo de élites, La Catarata, Madrid, 2004.

  • Y. Richard: “L’ islam politique en Iran”, Politique Étrangère nº 1, enero-marzo 2005.

  • Varios: “L’ Iran tra maschera e volto”, Limes. Rivista Italiana di Geopolitica nº5, 2005.

  • – Varios: “Irán por dentro”, Dossier La Vanguardia nº 24, jul.- sept. 2007.

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