El movimiento hacia el sacerdocio femenino es imparable y universal. Es cuestión de sentarse a esperar los siglos que hagan falta hasta que llegue el momento.
Ella como pecado, la aversión a la sexualidad. Para gran parte de las religiones la mujer sigue siendo un problema. En el caso de las confesiones cristianas, este odio teológico empezó en el Paraíso, del que hablan sus libros sagrados. Allí (en la utopía, en el no lugar), Dios creó precipitadamente el Universo (en seis días), y también un hombre, al que llamó Adán. Pronto —antes de ponerse a descansar, el séptimo día— el Hacedor se dio cuenta de que su criatura se aburría, y obtuvo de una de sus costillas una mujer, a la que puso por nombre Eva. El cuento acaba con que la pareja fue arrojada del Paraíso, condenada a ganarse el pan con el sudor de sus frentes, por una desobediencia de Eva, que, pecadora, débil o curiosa por saber, comió de la fruta prohibida, acaso una manzana.
Preclaros padres cristianos se han esforzado en argumentar que la mujer —un hombre fracasado, según, también, Aristóteles— no merecía el honor de entrar al fondo del santuario, cualquiera que fuese, sino que debía conformarse con la intendencia, o sentada en las plateas, para hacer bulto. Modernamente, se pone otra razón —lo hace ahora el papa Ratzinger, que pasa por teólogo excelso—. Es que Jesús, que para los cristianos es el Cristo, no eligió, él, para apóstol —del griego, enviado— a ninguna mujer, y así debe seguir siendo in saecula saeculorum.
El siglo pasado pareció que fue el Siglo de las Mujeres. Nunca antes se había avanzado tanto en igualdad de hombre y mujer. No ha ocurrido en las religiones mayoritarias. Pasarán cien años, o muchos más, antes que el poder vaticano, en manos de ancianos asexuados, abran las puertas del sacerdocio a la mujer, y otros mil para que una mujer pueda aspirar al episcopado, y no digamos al pontificado máximo. En el campo del islam, la situación es aún más desgraciada.
Pero el futuro llegará, inexorable, como ahora para los anglicanos. Si no hay ni una sola razón para dejar fuera del sacerdocio a la mujer, tampoco la hay para marginarla de la dignidad episcopal. Son mujeres quienes llenan los templos y sostienen la fe en las religiones, generación tras generación. La Iglesia de Inglaterra, tan parecida a la de Roma, ha tardado 35 años en madurar este debate. Pronto tendrá obispas, como las hay ya en Alemania o Canadá. El movimiento hacia el sacerdocio femenino es imparable y universal. Es cuestión de sentarse a esperar los siglos que hagan falta.