La Argentina que emergió a comienzos del siglo XX como Estado moderno hizo de la educación pública, gratuita y laica una de sus conquistas más destacadas. Muchas generaciones nos hemos enriquecido de esa cantera fértil que ha sido nuestro sistema educativo fundado por una clara decisión del campo político. Es de ese sistema de donde surgen los hombres y mujeres que luego, ya mayores, ocupan cargos de responsabilidad en la vida pública.
La política entendida como territorio de debates y de disputas por el sentido del pasado y del presente atraviesa la educación a través de programas, currículas y orientaciones pedagógicas. Así, política y educación son las dos caras de una misma moneda en la que se conjuga necesariamente la historia de una Nación.
No está mal que así sea. Sin embargo, por estos días, la prensa gráfica y audiovisual nacional pone a la luz pública una situación que poco tiene que ver con este concepto político. Se trata del desembarco de agrupaciones partidarias que despliegan actividades de neto corte doctrinal. Como si la escuela pública fuera una extensión de su campo natural de acción, banderas, signos, gestualidades, relatos, imágenes e imaginarios atraviesan las paredes institucionales como territorios a conquistar.
Ante este hecho asombroso, lo que hubiera sido lógico no sucedió. La máxima autoridad del Ejecutivo nacional avaló estas acciones y su Ministerio de Educación saludó con entusiasmo la nueva forma de ejercer el "compromiso político". Sólo unos días atrás, el mismo Ministerio había avalado la toma de un colegio en la ciudad de Buenos Aires.
Un niño o un joven no asisten a la escuela con la capacidad y la actitud de doble lectura que les permitirían evitar ser manipulados; asisten con la apertura, expectativa y permeabilidad necesarias para aprender, porque nuestra cultura y tradición nos llevan a creer que lo que la escuela enseña se respalda en algún orden de verdad científica.
Eso que es indispensable para que la educación sea posible implica también un grado de vulnerabilidad que agiganta la responsabilidad ética de los adultos y del Estado respecto de qué y cómo se enseña. Aprovechar ese escenario de ingenuidad propia de la situación escolar para introducir como verdad lo que es opinión sectorial se asemeja demasiado al abuso. El adoctrinamiento que se pretende con los actos denunciados vulnera un derecho esencial de los jóvenes y un deber de la escuela de todos los tiempos: aprender a pensar con libertad y enseñar a pensar con honestidad y la mayor objetividad posible.
La única causa en la que nuestros jóvenes deberían formarse es en la del respeto y el cuidado a los valores democráticos. Todo lo demás no hace otra cosa que licuar lo que queda de los logros y conquistas que los argentinos, con esfuerzo, hemos alcanzado y retrasar la recuperación de la educación que tanto reclamamos.
No se trata de vedar el ingreso de la política a las instituciones de la democracia. Tampoco de evitar la discusión ideológica que pueda surgir de la lectura o la transmisión de contenidos. Sólo se trata de no convalidar que una agrupación partidaria, de ningún signo político, se arrogue el derecho de modelar el pensamiento de nadie.
Algo grave está pasando en nuestro país con lo más preciado que tenemos. Algo está pasando que exige de nuestra voz y nuestro compromiso cívico como herramientas para advertir el daño que implican estas acciones. Es necesario actuar, no permanecer indiferentes frente al intento de naturalizar algo que ataca los fundamentos de nuestra institución educativa. No sólo el sector político debe manifestar su rechazo. La sociedad en su conjunto, los padres, los estudiantes, el campo intelectual, las asociaciones civiles, deben recordarles a quienes parecen haberlo olvidado que hay un límite y que ese límite no puede ser vulnerado.