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Que se nos viene el Papa

España acogerá en los próximos meses dos visitas del Papa. La primera llevará a Benedicto XVI a Santiago de Compostela y Barcelona, donde bendecirá el Año Santo y consagrará el rehabilitado templo de la Sagrada Família, respectivamente. En agosto de 2011 la cita es en Madrid, donde oficiará una especie de Woodstock de la fe denominado Jornada Mundial de la Juventud. Hasta aquí, todo bien. El padre de la Iglesia católica es libre de viajar a donde le plazca, y los fieles son libres de expresar su devoción del modo que consideren pertinente mientras no afecten los derechos de terceros.

El problema surge con la pregunta de quién paga la fiesta. Porque resulta que no la pagan en exclusiva quienes disfrutan de la presencia de Su Santidad, sino que la carga se reparte entre todos los contribuyentes. Y, con todos los respetos, no parece muy pío imponer a los ciudadanos cargas pecuniarias superfluas cuando les están pidiendo cada día nuevos y más duros sacrificios para hacer frente a la crisis económica. Según revela hoy este diario, la Xunta de Galicia maneja un presupuesto de cuatro millones de euros para atender la visita de Benedicto XVI. Para la Jornada de la Juventud, las administraciones públicas aportarán unos 25 millones de euros, mientras que una suma igual la sufragará una cuarentena de empresas que se beneficiarán con exenciones fiscales del 80% porque el Gobierno –el mismo que se comprometió a avanzar hacia el laicismo– ha declarado el acontecimiento como “evento de interés especial”.

El presidente gallego, Alberto Núñez Feijóo, ha perdido una magnífica ocasión para demostrar su proclamado compromiso con la austeridad. La presidenta madrileña, Esperanza Aguirre, ha desperdiciado una oportunidad de oro para declarar una nueva (y más justificada) rebelión fiscal. El jefe del Ejecutivo, José Luis Rodríguez Zapatero, ha dado una vez más las espalda a los votantes que siguen soñando con un Estado laico. Hay que subrayar que Benedicto XVI vendrá a España no en su condición de jefe del Estado vaticano –en cuyo caso habría que asumir ciertos gastos protocolarios–, sino en su papel de guía de una confesión religiosa, lo que no debería obligar al conjunto de los ciudadanos o, al menos, no debería suponerles un coste significativo. Pero la lógica siempre topa con la Iglesia.

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