Hay varias razones históricas por las que la Constitución vigente prohíbe a las asociaciones religiosas intervenir en política. Los primeros 100 años de vida independiente de México mostraron que por el bien del país la fe no debía inmiscuirse en los asuntos públicos. Tal vez, 150 años después de haberse abolido el fuero religioso, del monopolio eclesiástico sobre la educación y la cultura y la riqueza desmedida del clero, sea tiempo de recordar su pertinencia.
El artículo 130 de la Carta Magna dice a la letra: “Los ministros de culto no podrán asociarse con fines políticos ni realizar proselitismo a favor o en contra de candidato, partido o asociación política alguna. Tampoco podrán en reunión publica, en actos del culto o de propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones, ni agraviar, de cualquier forma, los símbolos patrios”.
Cuando el cardenal Juan Sandoval Íñiguez acusó al jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, de corromper a los miembros de la Suprema Corte de Justicia para hacer válido el matrimonio entre personas del mismo sexo, hizo justamente lo que prohíbe el artículo 130. Por eso sorprende que la Secretaría de Gobernación, encargada de hacer cumplir la norma, haya guardado silencio todo este tiempo.
Ayer, el secretario de Gobernación, Francisco Blake Mora, se reunió con representantes de la Iglesia católica. Tuvo la oportunidad cuando menos de hacer referencia al tema y marcar un alto a los ministros de culto que desean influir en la política, pero optó, en cambio, por hacer una convocatoria a la cordialidad.
¿Cuántas veces hemos escuchado a los secretarios de Estado en el presente sexenio, o al propio presidente Felipe Calderón, hablar de la importancia de la legalidad? ¿Cuántas veces se negaron a hacer lo que otros sectores consideraban “justo” bajo el principio de que la Constitución debe respetarse? Y, sin embargo, buena parte de los problemas del país se deben a que los gobiernos, incluido el federal, se hacen de la “vista gorda” o, como Poncio Pilatos, se lavan las manos en el cumplimiento de la ley.
Si el gobierno federal desea otorgarle más libertades al sector religioso tiene que promover un cambio en la Constitución. Mientras tanto está obligado a hacer valer la normatividad vigente y no a tratar el tema según los caprichos o creencias personales de sus funcionarios.