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Toulouse, Francia, el islam

La policía, la clase media y la sociedad civil han estado a la altura de las circunstancias. Esperamos datos para conocer con qué apoyos contó Mohamed Merah

La policía ha estado bien. Sé que los comentarios sobre los métodos del RAID, la duración del asedio y la violencia del asalto han animado considerablemente las charlas de café. También sé que algunos detectives de salón, profetas a toro pasado y autoproclamados expertos en seguimientos por la región tolosana, no han dudado en declararse asombrados de que no se identificase, o incluso neutralizase, al futuro asesino antes de que pasara a la acción. Dado que Francia es un Estado de derecho y que la posibilidad de cometer un crimen solo es delito en las películas de ciencia ficción, no nos vamos a detener en el segundo reparo. En cuanto al primero, pasa por alto que los policías, arriesgando sus propias vidas, hicieron todo lo posible para preservar la del autor de la masacre, y solo se decidieron a disparar en última instancia, cuando no les quedó otra opción. Esa es la realidad. Lo demás no es sino charlatanería o, a veces, irresponsabilidad.

La clase política ha estado bien. Salvo Marine Le Pen, que abusó del “yo ya lo dije”, y la candidata de Lucha Obrera, que aprovechó para desempolvar la vieja cantinela de la “unión nacional que le sigue el juego al capital y sus lacayos”, todos los candidatos encontraron enseguida el tono justo para decretar el estado de excepción democrático. “Tragedia nacional”, dijo Nicolas Sarkozy. “Suspensión de la campaña”, replicó François Hollande. Y, tanto en uno como en otro, la justa medida de lo que solo debía durar el tiempo de un suspiro, de un momento de estupor, de un escalofrío, so pena de conceder una especie de victoria póstuma al asesino. Mejor que palabras, un reflejo. Y es por este tipo de reflejos por los que se juzga no solo a un hombre, sino a un país y su capacidad para la indignación frente a las acometidas del horror. Instante de gracia. Belleza del duelo compartido. Prerrogativa de los grandes pueblos.

La sociedad civil ha estado bien. Gran manifestación improvisada esa misma noche, en medio de la emoción. Profesores que al día siguiente, y casi unánimemente, hicieron respetar el minuto de silencio en sus clases. Instituciones judías que, con el CRFI a la cabeza, también supieron encontrar las palabras para expresar su tristeza, su compasión, su moderación. Imanes de luto. Intelectuales árabes fraternales. Asociaciones (pienso en SOS Racismo) cuyo papel en la vigilancia contra el racismo, contra el antisemitismo e incluso contra las nuevas formas (en particular antisionistas) que adopta el antisemitismo nunca se elogiará bastante. Y después, el alivio de no haber tenido que escuchar demasiado el habitual lamento sobre la infancia difícil del asesino, el contexto de los barrios marginales, el desempleo como trampolín hacia la delincuencia… En resumen, el eterno argumentario de la nauseabunda cultura de la excusa. ¡Aleluya!

Pero ocho días después, ¿en qué punto nos encontramos? En primer lugar, la investigación. Seguimos esperando una verdadera investigación, la que establecerá los apoyos con los que contó el asesino, aparte de su hermano mayor. Como todo el mundo, he oído a los policías repetir una y otra vez que se trata de un acto “aislado” que no se inscribe en ninguna “red” y es obra de un individuo “autorradicalizado”. Ummm… Del mismo modo que su eficacia en la neutralización del criminal me parece encomiable, en este caso su seguridad me parece algo frívola. Y la verdad es que, como mínimo, hay un malentendido sobre la palabra en cuestión. Si por “red” entendemos “pertenencia oficial a Al Qaeda” o “franquicia alqaedista” en debida forma, evidentemente, no hay tal. Pero “red” en el nuevo sentido, “red” en el sentido que ha cobrado esta palabra tras la muerte de Bin Laden, “red” en el sentido mitad político mitad mafioso que se asocia ahora al yihadismo, por supuesto que hizo falta una red para que un hombre aparentemente sin recursos pudiera procurarse armas de guerra, aprendiese a utilizarlas y dispusiera de varios apartamentos. Por no mencionar esas zonas tribales de Pakistán que yo conozco un poco y en las que puedo asegurar que resulta difícil que alguien se haga pasar por turista mientras se ejercita en el terrorismo…

Para terminar, la segunda tarea que nos incumbe es reflexionar sobre los hechos. No disculpar, reflexionar. Y, para reflexionar, conjurar el doble efecto perverso que tendría la hermosa conmoción de los primeros momentos si durase más de lo razonable. Se ha dicho: “Ese hombre era un monstruo, una pura aberración”. Cualquier parecido con lo que, la semana pasada, yo llamaba la “palabra infame” parece ser fortuita y sin efecto. Es cierto. Aunque también es parcialmente falso. Pues, dado que, lo mismo que el suicidio según Durkheim, el crimen es un “hecho social total”, no escaparemos a la identificación prudente pero estricta de todo lo que, en Internet, por ejemplo, o en el entorno del Frente Nacional, viene contribuyendo desde hace años a crear en nuestro país un clima pútrido, propicio, aunque sea en otros lenguajes políticos, a la formulación de lo peor. Se dice: “No confundamos las cosas. El islamismo no es el islam y probablemente ese criminal descerebrado ni siquiera fuera islamista”. También cierto, absoluta y vitalmente cierto. Solo que si no fuésemos más allá, terminaríamos perdiendo de vista la otra verdad, sintomática, de un drama de esta clase. ¿Sintomática de qué? De lo que algunos buenos autores, como Abdelwahab Meddeb, llaman la “enfermedad del islam” y algún día tendremos que decidirnos a tratar sin rodeos, aunque también con prudencia. Francia y el islam… Mejor aún: la “ideología francesa” y lo que deberíamos llamar “ideología islamista”. Es, para todos, lo más difícil de admitir. Sin embargo, es el fondo de la cuestión; el doble contexto de esta tragedia.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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