Tal como van las cosas, este siglo XXI va a ser otra vez un siglo de guerras de religión, como lo han sido casi todos desde que el cristianismo se impuso en occidente como religión de Estado.
Ni el procurador Alejandro Ordóñez, militante católico, ni la exfiscal Viviane Morales, desafiantemente cristiana desde su Iglesia de la Roca, son aves raras, ni golondrinas sueltas de esas que, según dice el refrán, no hacen verano. Por el contrario: representan en Colombia la vanguardia de un ominoso movimiento universal de retorno victorioso de la religión, de las religiones, al terreno de la política. Tal como van las cosas, este siglo XXI que apenas comienza va a ser otra vez un siglo de guerras de religión, como lo han sido casi todos (salvo el XIX y el XX) por lo menos desde que el cristianismo se impusiera en Occidente como religión de Estado en tiempos del emperador Constantino.
Todas las guerras que actualmente desgarran el ancho arco del Islam son de índole religiosa. Lo es la que viene, entre un Israel judío y cada día menos laico y un Irán declaradamente teocrático dentro de su Revolución Islámica. Lo es la guerra civil que está en curso en Siria, país teóricamente laico pero en donde la rebelión contra el régimen se está definiendo sobre líneas religiosas: sublevados sunitas contra un gobierno alauita-chiíta. (Y la pequeña minoría cristiana tiembla). El derrocamiento de las dictaduras en Egipto y en Túnez ha dado paso al creciente poderío de los Hermanos Musulmanes, que han conseguido ya imponer la sharia, la ley islámica, en sus países respectivos. En el Iraq del difunto Saddam Hussein se enfrentan sunitas y chiítas. La interminable guerra de Afganistán empezó cuando, tras la retirada de las tropas soviéticas de ocupación, se tomaron el poder los talibanes: literalmente, los estudiantes de la religión. Incluso Turquía, que fue pionera del laicismo en tierras musulmanas en tiempos de Atatürk, hace ya casi un siglo, está hoy gobernada por un partido explícitamente religioso.
En Estados unidos no hay guerra (salvo las tres o cuatro que ellos mantienen por fuera de sus fronteras), pero toda la política gira cada vez más en torno a temas religiosos. Uno de los candidatos de la nominación republicana para la presidencia se hace notar diciendo que unas viejas declaraciones de John Kennedy sobre la separación de las Iglesias y el Estado (de los tiempos en que se especulaba sobre si el católico Kennedy sería un mandado del Papa de Roma) "le producen ganas de vomitar". Otro anda enredado porque su fe mormona no inspira confianza en el electorado de la derecha, mayoritariamente evangélico. Del presidente Obama, para atajar su reelección, se dice que es secretamente musulmán. Pues también los demócratas tienen que demostrar religiosidad ferviente ante sus electores: a Clinton solo le perdonaron sus aventuras adúlteras con la joven Lewinski cuando se hizo ver rodeado por un heterogéneo -o ecuménico- grupo de religiosos profesionales: un pastor evangélico y uno bautista, un cura católico, un rabino judío… Y en el otro extremo del espectro geopolítico del hemisferio, en Cuba, el presidente venezolano Hugo Chávez acaba de conseguir que se celebre una misa (¿o un Te Deum) en la catedral de La Habana con asistencia de altos funcionarios del régimen castrista por primera vez en el medio siglo que tiene la revolución. Aunque Chávez, que es el sincretista y pone varias velas a la vez, también le ha confiado su salud "a los espíritus de la sabana". Y hasta Francia. La madre de las Luces. La patria de los filósofos descreídos, volterianos, por el nombre del más célebre de entre ellos, que conquistaron para la política el fundamental principio de racionalidad de la separación de la Iglesia y el Estado. Hasta Francia está volviendo a confundir las cosas. El presidente Nicolas Sarkozy, en trance de reelección, ha decidido conquistar el voto de la extrema derecha planteando como tema de campaña el del halal, la práctica ritual de los musulmanes que consiste en sacrificar el ganado mirando hacia La Meca.
El exprimer ministro británico Tony Blair tuvo al menos la discreción de esperar su retiro del poder para hacer pública su conversión a la religión católica.