La forma de encarar las crisis financieras de los Estados en el momento final del Antiguo Régimen no terminó nunca de plantear cambios profundos en la fiscalidad, es decir, abolir el privilegio económico que disfrutaban los estamentos privilegiados, que siempre se enfrentaron, especialmente en Francia, contra cualquier intento de reforma en este sentido.
El caso español no es distinto, aunque se planteó un cambio algo más profundo, sin llegar trastocar ese pilar de la sociedad estamental. Nos referimos a la mal llamada desamortización de Godoy de 1798, ya que se puso en marcha meses después de su primera caída del poder, y fue llevada a cabo por Mariano Luis de Urquijo.
Aunque hay algún leve precedente, fue la primera desamortización que se dio en España. Por desamortización se entiende la expropiación por parte del Estado de tierras eclesiásticas (“manos muertas”) y/o municipales para su posterior venta en pública subasta.
Las principales en España estarían asociadas al posterior Estado liberal con Mendizábal y Madoz.
Así es, recogiendo el espíritu de las ideas ilustradas tan contrarias a la vinculación de la tierra, especialmente las manos muertas eclesiásticas, se emprendió el proceso para intentar enjugar el déficit del Estado, y no como una reforma agraria, un ideal que tampoco realizarían las desamortizaciones posteriores, porque no supuso un reparto de tierras para los labradores que, por otro lado, nunca pudieron acceder a los lotes en las subastas por sus elevados precios.
Pues bien, la desamortización de 1798 pretendía afrontar el déficit de la Hacienda española, que había empeorado por los gastos generados por la Guerra contra la Convención francesa, desarrollada entre 173 y 1795, pero también por la guerra contra Inglaterra, iniciada en 1796 y que, en realidad, terminó por ser más grave que la anterior porque la Armada británica consiguió cortar el intercambio con las colonias americanas, principal fuente económica para la Hacienda por los metales precios y los derechos de aduana.
Urquijo comprobó que el Estado no podía seguir emitiendo vales reales (deuda pública), cuyo valor se iba deteriorando con cada nueva emisión, y que además ya no se podían pagar los intereses y los vencimientos de los propios vales.
Por eso, se optó por una medida extraordinaria, la incautación y venta de bienes amortizados para con los fondos conseguidos pagar la deuda a través de la Caja de Amortización.
Los bienes a desamortizar serían los de los seis Colegios Mayores, compensando con un 3% de las ventas. Además, el Estado incorporaba todos los bienes que quedasen de las temporalidades de los jesuitas, que habían sido expulsados de España y sus dominios, como es sabido, en tiempos de Carlos III en el año 1767, y que todavía no hubieran sido enajenados.
Por fin, se enajenaban, siempre en favor de la Caja de Amortización, es decir, la institución encargada de todo este proceso, los bienes de hospicios, hospitales, casas de misericordia, inclusas, y demás establecimientos de beneficencia y caridad, a cambio de un 3% para la Iglesia.
Es importante destacar que este último grupo de propiedades a desamortizar afectó a la atención social de los más desfavorecidos, un asunto que era casi monopolio de la Iglesia, a pesar de los primeros intentos del despotismo ilustrado de secularizar esta cuestión.
Los bienes desamortizados suponían la sexta parte de la propiedad rural y urbana de la Iglesia, pero no se solucionaron los problemas financieros del Estado porque el déficit siguió siendo galopante.
Eduardo Montagut
Doctor en Historia. Autor de trabajos de investigación en Historia Moderna y Contemporánea, así como de Memoria Histórica.