Aunque no pude evitar ver el video, me salteé casi entero el escándalo de la profesora de secundario y el debate sobre «el adoctrinamiento». Me molesta, y sobre todo me aburre, cuando lo que domina una conversación es el miedo, la sensación de amenaza o de peligro: supongo que en la base de la indignación está la idea de que vivir bien es protegerse (y proteger a nuestros hijos) de las catástrofes, o de los malvados, o de los débiles, o de los inútiles. Fui a una escuela primaria religiosa privada, a un colegio semiprivado dependiente de la UBA, y a la UBA; en todas esas instancias me crucé alguna vez con personas que por incapaces o por desequilibradas nunca deberían estar al frente de un curso , y no creo que la misión del sistema educativo sea «evitar que pasen esas cosas». El pánico moral sobre el asunto me pareció exagerado, y casi cualquier solución de las que se me ocurren para «evitar que pasen estas cosas» me parecen formas de vigilancia, o directamente inaceptables o demasiado complicadas de implementar sin comprometer aquella situación de confianza y libertad que siento que necesito como alumna y como docente para vivir con intensidad y verdad la experiencia del aprendizaje.
Todo esto para decir, en realidad, que unos días después de la viralización del video (un poco antes de que el Presidente decidiera que él sí, a diferencia de esta humilde servidora, tenía tiempo de salir a opinar sobre el asunto) empecé a ver ‘La directora’, y entendí qué era lo que sí me interesaba de ese debate. Mi amigo Diego Tajer, con quien fuimos juntos a la Facultad, dio en la tecla con este tweet: «En mi época lo de ‘adoctrinamiento’ se llamaba ‘bajar línea’ y podíamos hablar del tema con más naturalidad sin darle un tinte conspirativo».
En mi época lo de «adoctrinamiento» se llamaba «bajar línea» y podíamos hablar del tema con más naturalidad sin darle un tinte conspirativo pic.twitter.com/GGv7hhpkOK— Diego Tajer (@diegotajer) 27 de agosto de 2021
‘La directora’ es una serie sobre el pánico moral, pero que siento que se propone justamente esto: bajarle los decibeles al debate sobre el modo en que ingresa la política en el sistema educativo para ver con más claridad cuáles son los pesos y contrapesos que operan en cada contexto. En este caso se trata de una Universidad (lo cual es lógico; en Estados Unidos, los campus son uno de los escenarios principales de la batalla cultural), más específicamente de un Departamento de Literatura, y de cómo la flamante directora de dicho departamento (mujer, joven y asiática en un mundo de señores blancos de pelo ídem) debe lidiar no solo con las presiones institucionales y financieras sino también con un escrache bastante absurdo hecho contra un colega suyo por un chiste de dudoso gusto viralizado en internet. Al principio me pareció rara la decisión de que la denuncia estudiantil viniera por una razón tan frágil, que tan pocas ganas te da de darles la razón a ellos. A medida que avanzaron los capítulos, en cambio, sentí que era una buena idea, que tenía que ver con la estrategia de bajarle un poco el dramatismo a todo, de sacar de la mesa cuestiones de peligro real para hablar solamente sobre lo que nos compete; que es, finalmente, el poder de la palabra, y sobre todo, de quién es ese poder de palabra.
La inteligencia de la serie radica en poner el foco en el conflicto generacional, antes incluso que en las cuestiones de género o raciales; aparecen alumnos varones blancos que repiten las mismas reivindicaciones que sus compañeras de veintipico, y mujeres veinte o cuarenta años mayores (e incluso racializadas, como la protagonista Sandra Oh) que no pueden entender el idioma en el que les hablan, supuestamente, de sus propias vulnerabilidades. Pero el gran hallazgo, sin dudas, es mostrar el fuego cruzado que se da entre las tres generaciones (veinteañeros, cuarentones y sesentones; o centennials, generación X y boomers, como dictan las clasificaciones gringas) que se encuentran en la serie; con fuego cruzado quiero decir que no hay una sola generación que tenga poder sobre la otra, sino que cada una de ellas ostenta un poder distinto y una vulnerabilidad distinta, y que es precisamente esa multiplicidad lo que a menudo hace difícil plantear los conflictos en términos de víctimas y victimarios. El esquema del «adoctrinamiento» que tanto circuló en estos días en relación con el video de la profesora (y que vuelve a las redes sociales cada tanto: ya había aparecido, por ejemplo, cuando algunos padres empezaron a hablar en internet sobre una especie de conspiración docente para hablarles a los estudiantes del caso de Santiago Maldonado), parece pensar en alumnos impotentes y docentes todopoderosos, dóciles ovejitas que repiten lo que oyen sin pensar y empoderados superhéroes capaces de implantar cualquier idea en las cabezas inocentes que tienen delante; imagen que, por otra parte, ni siquiera se condice con el video de la profesora, en el que claramente los alumnos parecen estar burlándose de ella. A diferencia de la voz enunciativa de los padres en pánico, ‘La directora’ reconoce el enorme poder que ostentan los alumnos por el solo hecho de tener un celular en la mano; reconoce, también, el enorme poder que les dan las instituciones, sobre todo las privadas que dependen de cuotas y donaciones, pero también cualquier institución que en el siglo XXI prefiera, «ante la duda», echar a quien haya que echar con tal de evitar un escándalo.
Pero la serie tampoco es una fantasía millennial en la que los adultos han perdido el poder, o en la que las viejas formas del poder han sido quebradas; en ‘La directora’, como en la vida, los varones blancos sesentones todavía dominan una parte importante del mundo. Escriben cartas de recomendación, aprueban titularidades, regulan los criterios de entrada a una disciplina académica; al mismo tiempo, la directora cuarentona del Departamento es la que debe decidir a quién de ellos jubila para poder hacer entrar a una treintañera afroamericana, y en última instancia, para que no le desfinancien el Departamento y se lo cierren definitivamente. Sería exagerado decir que la serie no elige un bando: claramente elige el de la protagonista y sus amigos de treintis y cuarentis, tensados entre los centennials caprichosos y los viejos de derecha. Pero así y todo, ‘La directora’ llega a utilizar el mundo de la academia norteamericana para decir algo sobre el mundo: esa puja generacional que en la Universidad puede verse con tanta claridad juega también en muchos otros contextos institucionales, e incluso en la política partidaria. Ser mujer, joven y atractiva puede ser una vulnerabilidad; también puede ser un poder, pero no es fácil hablar de eso. Cuando te empiezan a buscar para cubrir cupos de género o de etnia, se abren puertas. Esas puertas, en general, vienen con condiciones, y cuando llegás parece que esos señores de sesenta que se habían quedado afuera en realidad te estaban esperando adentro, para decirte lo que tenés que hacer. Ojalá leamos y veamos cada vez más historias sobre eso; más que sobre víctimas y victimarios, sobre la búsqueda de un idioma común entre generaciones que crecimos en mundos diferentes, y la necesidad de abrir esa conversación no en condiciones ideales, sino con los que financian nuestras vidas soplándonos la nuca.