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La larga marcha de las niñas afganas para seguir estudiando

El reciente atentado contra una escuela en Kabul forma parte de una avanzada de los sectores talibanes contra la educación femenina, en particular de las adolescentes.

La orden de cerrar las escuelas de niñas fue comunicada en la mezquita, durante una reunión con el consejo de ancianos. La noticia se filtró por los docentes y llegó a los hogares de los alumnos. O llegó en forma de carta tajante a las autoridades escolares locales.

Cualquier reclamo, tratativa o intento de razonar con los talibanes era inútil, ya lo sabían. Así que hace tres años, las chicas mayores de 12 años tuvieron que dejar de ir al colegio en dos distritos rurales del sur de Šibarġan, una remota capital provincial del norte de AfganistánHasta 6000 chicas se quedaron sin clases de la noche a la mañana. Los docentes varones fueron despedidos abruptamente: lo que habían hecho, dar educación a esas niñas, iba en contra del islam, decían los talibanes.

En todo Afganistán llegaron órdenes similares a esas impartidas a apenas 100 kilómetros al sur de Šibarġan, capital de la provincia de Yauzyán. En los distritos controlados por el movimiento talibán, se acababa la escuela para todas las niñas, excepto las más pequeñas, salvo poquísimas excepciones. El mensaje talibán era claro: las adolescentes debían estar en casa ayudando a sus madres.

“No pude pisar el colegio durante 2 años”, dice Farida, que ahora tiene 16 años. Farida se quedó sin escuela en el distrito de Darzab cuando tenía 12 y llegó aquí, a la capital provincial a los 14, en condición de refugiada. “Fue mi hermana la que me dijo que se acababa la escuela. Ella es maestra”, dice Farida. “Así que me quedaba ayudando a mamá con las cosas de la casa.”

En todas las escuelas de Šibarġan hay unas cuantas adolescentes refugiadas que viajaron al norte desde zonas controladas por el talibán y ahora viven en la capital provincial con algún pariente.

En todas las escuelas de Šibarġan hay unas cuantas adolescentes refugiadas que viajaron al norte desde zonas controladas por el talibán y ahora viven en la capital provincial con algún pariente.

“Le dije a mi familia que tenía muchas, pero muchas ganas de estudiar”, dice Nabila, de 16 años, que llegó a Šibarġan junto a su madre hace dos años, procedentes del distrito de Darzab. “Tal vez les tengan miedo a las mujeres.”

La aceptación a regañadientes de los pobladores locales permite entrever en qué se convertiría la vida de todos los afganos si continúa el lento desplome de las fuerzas militares del gobierno. Y no pasa un día sin que lleguen malas noticias sobre el auge de insurgencia talibán: más bases tomadas por asalto, más distritos capturados, puestos de avanzada que se rinden, y funcionarios y periodistas asesinados.

Desde el 1° de mayo, cuando Estados Unidos inició formalmente su retirada de Afganistán, los talibanes han conquistado territorios en prácticamente todas las regiones del país.

El 8 de este mes, el cruento atentado contra una escuela de Kabul, capital de Afganistán, dejó un tendal de niñas muertas. Aunque el talibán negó ser responsable del hecho, el mensaje del responsable era muy claro: la educación de las niñas no será tolerada.

El talibán controla los distritos de Qosh Tepa y Darzab —una región agrícola pobre, de tierra poco productiva y golpeada por la sequía, donde viven 70.000 personas— y las 21 escuelas de esos distritos. Tomaron el control en 2018, después de feroces enfrentamientos con fuerzas del gobierno y con los talibanes renegados locales, que habían proclamado su alianza con Estado Islámico.

Dos gobiernos

Aunque el control lo tienen los talibanes, todos los meses los docentes de esos distritos peregrinan hasta Šibarġan, la capital provincial, para cobrar sus salarios, una de las muchas anomalías de un país que en los hechos ya tiene dos gobiernos. La ciudad, polvorienta y bulliciosa, sigue en manos del gobierno central, pero como otras capitales de provincia, es una isla y está rodeada: los talibanes dominan las rutas de entrada y salida.

El gobierno provincial todavía tiene inspectores escolares para los distritos capturados, pero esos funcionarios de educación locales deben observar con impotencia cómo los insurgentes islamistas introducen grandes dosis de religión en el programa de estudios, recortan las horas de historia, y excluyen de las aulas a las niñas.

Las docentes mujeres han sido despedidas. Los talibanes usan los libros de texto gratuitos que entrega el gobierno, pero controlan estrictamente su contenido y se aseguran de que se trabajen intensamente los libros de instrucción islámica. También castigan a los profesores que no se presentan a trabajar, recortándoles el sueldo, y sacándoles días libres. Varios docentes de esos distritos han sido acusados por los talibanes de espionaje y de afeitarse la barba.

Los talibanes usan los libros de texto gratuitos que entrega el gobierno, pero controlan estrictamente su contenido y se aseguran de que se trabajen intensamente los libros de instrucción islámica.

“Si no obedecemos, nos castigan”, recuerda haber escuchado de boca de los maestros el director de educación de Yauzyán, Abdul Rahim Salar.

Las niñas que huyen a Šibarġan para poder continuar con su educación tienen la sensación de haber escapado por un pelo de un destino desconocido que les imponían los talibanes. Nilofar Amini, de 17 años, dice que extrañaba la escuela a la que le prohibieron ir hace tres años. Llegó a la capital provincial hace apenas unos días.

“Quiero recibir educación”, dice Nilofar.

La política del talibán en relación con la educación de las niñas puede variar ligeramente, porque las decisiones las toman los comandantes locales, fiel reflejo de la descentralización de un movimiento que varios expertos, como Antonio Giustozzi, han descrito como una “red de redes”. En un informe difundido el año pasado, la organización Human Rights Watch señaló que si bien los comandantes talibanes suelen permitir la escolarización de las niñas de hasta 12 años, en general lo prohíben a partir de esa edad. De todos modos, en algunas zonas “la presión de la comunidad convenció a los comandantes de permitir un mayor acceso a la educación para las niñas”, dice el informe. Pero no son muchos. Y menos en esta parte de Afganistán.

Las niñas que huyen a Šibarġan para poder continuar con su educación tienen la sensación de haber escapado por un pelo de un destino desconocido que les imponían los talibanes.

Un docente del distrito cuyas tres hijas adolescentes ya no pueden ir a la escuela señala: “La situación es mala y me duele mucho por ellas. No tienen nada que hacer”. El hombre agrega que sus hijas se dedican a ayudar a su madre con las tareas de la casa.

Nadie puede desobedecer

Frente a la sede escolar provincial de Šibarġan, donde fue a cobrar su sueldo, el docente prefiere no revelar su nombre por temor a las represalias de los talibanes, y dice que sus hijas le siguen preguntando cuándo podrán volver a la escuela.

“No nos dejaron seguir estudiando”, dice Fatima Qaisari, de 15 años, alojada en un ruinoso campamento de refugiados de la vecina provincia de Faryab, y agrega que cuando cerraron su escuela tenía 12 años.

Los funcionarios de educación de la capital provincial hablan de un clima de represión en el que los residentes, padres y maestros no tienen voz ni voto en las duras y estrictas políticas impuestas por los talibanes.

“Hemos entrado en contacto con los miembros de esas comunidades educativas muchas veces, pero sin ningún resultado”, dice Abdel Majid, director de escuelas en Darzab. “Nos dicen que su gobierno no quiere que las niñas reciban educación y que nadie puede desobedecer”. La facción talibán que apoyaba a Estado Islámico destruyó algunas de sus escuelas; otras no tienen ventanas.

En la Escuela Mariscal Dostum —que lleva el nombre del militar Abdul Rashid Dostum, exvicepresidente del país y héroe local, cuyo retrato está por todas partes en la ciudad—, un puñado de niñas escapadas de los distritos controlados por el talibán tratan de ponerse al día con los estudios y recuperar el tiempo perdido. Varias dicen querer ser maestras, y una de ellas tiene la esperanza de estudiar ingeniería.

En la oficina del director, algunas de las refugiadas de Darzab y Qosh Tepa siguen sin entender la absurda decisión de los talibanes de prohibirles ir a la escuela.

“Es una decisión sin sentido”, dice Farida, de 16 años, y mueve la cabeza de un lado a otro con incredulidad. “Nunca tuvo la menor lógica”.

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