La película le sube el volumen a un proceso silenciado, pero cada vez más simple y popular: la renuncia a la Iglesia Católica en Argentina.
La mayoría de quienes fueron bautizados ni siquiera lo pidieron: eran bebés, no tenían uso de conciencia ni razón, menos aún libertad de credo. Pero, ojo, quizás sus padres tampoco: existe un imperativo cultural, o más aún, un ritual que se replica entre generaciones. Como el casamiento –por iglesia, sobre todo–, opera como móvil para celebrar algo, hacer una fiesta, comer sanguchitos de miga, cortar la torta, tirar el ramo, recibir regalos, irse de luna de miel. ¡Vivan los novios! Señor, ten piedad.
Todo esto no quita, por supuesto, que haya un sustrato de fe en algunos casos. Sea en la mayoría, sea en la minoría, quién sabe: es imposible medirlo, no hay datos ni estadísticas. Como dijimos: es cuestión de fe. Nadie puede negar la cantidad de gente que comulga con los sacramentos del catolicismo, el culto religioso más venerado en Argentina. Gente que cree en el amor y en la palabra de Dios. Al revés de lo que escribió el Perro Serrano en el hit de Todos Tus Muertos: gente que sí. Y aún más: gente que no solo cree, reza, pide y se encomienda a milagros divinos, sino que incluso trasvasa la religión y se abraza a ella como causa política. Militantes, voluntarios, personas que ponen el cuerpo y laburan en el territorio.
En los barrios, las villas y el Interior abundan numerosos ejemplos que no gozan de la difusión necesaria. La corriente apolítica –una etiqueta engañosa: en realidad es antipolítica; o, mejor dicho, antiestado– le enrostra a la política partidaria la figura del «puntero» como intermediario non-sancto entre el Estado y la sociedad. Pues bien, también hay iglesias (en general pequeñas capillas o parroquias de ladrillo hueco, sin revocar, con el cielo raso amenazado por la humedad y curitas entusiastas) que no son tanto templos de adoración como, más bien, lugares de contención. Desde comedores populares o receptores de ropa y alimentos hasta espacios para proteger a personas en distintos niveles de vulnerabilidad. Pibas golpeadas, pibes sin nada. O al revés.
El debate sobre «Iglesia y Estado, asunto separado» es valioso porque dispara discusiones antes vedadas. Y también es profundo: por eso no cabe en un solo pañuelo ni en un solo color. No todo cura es un cogepibes, no todo sacerdote es un pedófilo. La Iglesia es el Cardenal Quarraccino mandando a putos, tortas y trans a aislarse a una isla, pero también el Padre Mugica masacrado en una vereda de Villa Luro porque se había alejado demasiado del dogma ortodoxo. A veces, la Biblia y el calefón terminan apareciendo en la misma fila de la comunión.
En todo caso habrá que revisar, por ejemplo, los mecanismos de los que goza la Iglesia –con mayúscula, como institución orgánica y administrativa, con sus burocracias y sus presupuestos siempre pringosos– para darles protección e impunidad a quienes cometen aberraciones paredes adentro. Las estrategias abundan y ya las conocemos: la más vista es trasladar a un párroco a mil kilómetros de distancia para que todo quede oculto bajo la sotana. No muy distinto a lo que hacen las fuerzas policiales con sus comisarios denunciados, quienes pululan de aquí para allá y, en su peregrinaje, van acumulando millas de mugre y horror. Toda ciudad, pueblo o barrio tendrá su historia para contar.
«Primario» y el alumnado de clausura
Nazareno Guerra es psicoanalista y cineasta, y da en la Facultad de Psicología de la UBA una práctica llamada «Cine y subjetividad». A principios de marzo estrenó Primario, una película donde hace el camino inverso: en vez de ir desde lo ambiguo y general, parte de su propia experiencia particular. El producto es un documental subjetivo y en primera persona, aunque al mismo tiempo apuntalado por un contexto que le da sentido a la crítica velada tras la cinta revelada: las miserias de la Iglesia con Í mayúscula, pero también la necesidad de discutirlas, interpelarlas.
La historia transcurre entre 1989 y 1995, su período de enseñanza inicial en la escuela católica donde ambas instituciones (la educativa, la eclesiástica) parecen vaciadas de su contenido inicial, en apariencia noble, para ponerse al servicio de su tiempo sociopolítico, el inicio del Menemismo, que rima con neoliberalismo y sirve de recorte para una época posmoderna y globalizada: la caída del Muro de Berlín y la «muerte» de las ideologías despojan de categorías para entender al mundo.
Entre sometimientos amenazantes a la religiosidad, protocolos cuasi militares, represión sexual, y una fuerte dosis de nacionalismo –es escalofriante la similitud entre el juramento a la bandera y el saludo nazi–, el documental avanza con Nazareno cursando en un colegio únicamente para varones, y una incómoda música de órgano como soundtrack.
Pero el relato no se queda en la época, sino que viene al presente con un elemento de las juventudes contemporáneas que pone a la Iglesia contra las cuerdas bajo un trámite cargado de crítica: la apostasía. Es lo que decide Nazareno cuando recibe de un amigo el video de su comunión y, en esas imágenes del pasado, se observa pero no se reconoce. Algo falla y, por primera vez, siente que la culpa no es de él.
Apostasía: qué es y cómo hacerla
La apostasía (y en especial la colectiva) responde a la interpelación masiva a la que la Iglesia argentina como institución se está exponiendo. Fundamentalmente desde que tomó posiciones muy intransigentes ante debates de profunda relevancia social como el matrimonio igualitario, la elección de género o el aborto legal y voluntario. Y en donde además varios de sus referentes expresaron posturas con una violencia desmedida.
Fue una especie de efecto colateral impensado para ambas partes, pero que terminó ocurriendo, se expandió y ahora está a disposición como un trámite normal. Y que no se restringe únicamente a la renuncia al catolicismo: por definición, implica «abandonar públicamente una religión o partido político». En ambos casos, basta con mandar una carta. Y en el religioso, existe el sitio Apostasía colectiva, que explica paso a paso cómo realizar el procedimiento, incluso poniendo a disposición una Carta Modelo.
A mediados de 2018, días después de que el Senado rechazara la ley del Interrupción Voluntaria del Embarazo, se produjo la primera de las olas recientes de apóstatas. La Cámara Alta (históricamente la más conservadora de las dos que integran el Congreso de la Nación) rechazó el 8 de agosto aquello a lo que Diputados le había dado media sanción. Antes de que concluyera ese mes, la Conferencia Episcopal Argentina había recibido alrededor de 4000 pedidos de renuncia a culto católico.
Curiosamente, el que mejor supo titular esta tendencia fue El País, de España, un diario que no es precisamente progresista, sino más bien lo contrario: «Apostasía en el país del Papa Francisco». Un cross a la mandíbula que, a la vez, escondía un doble mensaje: el colectivo Coalición Argentina por un Estado Laico, principal impulsor de esta movida, había sido creado en 2009 luego de que el entonces cardenal Bergoglio dijera que la militancia por matrimonio igualitario respondía a «una guerra de Dios». La Santa Inquisición versión siglo XXI.
Entre los repasos, resúmenes y balances de la década pasada –con todos sus nuevos hábitos, sus batallas culturales y sus signos de época– la apostasía fue pasada por alto, quizás porque llegó muy al límite del cierre. Sin embargo, significó toda una movida para miles de jóvenes que fueron bautizados de niños y decidieron renunciar a la vinculación institucional en una época donde Iglesia e iglesia ya no son lo mismo. Y queda un poco más claro que, tal como hizo Moisés con el Mar Rojo, conviene separar las aguas y decidir de qué lado (no) conviene ubicarse para poder avanzar hacia eso que el cura del colegio al que iba Nazareno Guerra señalaba como lo que unía a los pibitos a Jesús: la libertad.