La nueva ley de educación, la LOMLOE, nace muerta. Y no, las razones no son el manido argumento de que ha habido demasiadas leyes educativas. Los problemas del sistema educativo son muchos y más complejos que simplemente la inestabilidad normativa, y bien merecen una reforma de abajo a arriba. Porque, en definitiva, a excepción de la LOGSE de 1990 (y ya ha llovido), las Leyes educativas no han cambiado nada de lo sustancial.
Hace unos años salió un manifiesto pedagógico que se llamaba No es verdad, que venía a decir que no es verdad que tengamos una educación sustancialmente diferente del modelo de educación bancaria y pasiva que heredamos del nacionalcatolicismo. Y creo que siguen teniendo razón.
La LOMLOE, o Ley Celaá, es esencialmente una derogación de la LOMCE para volver al modelo de la LOE de 2006. Sin más. No ha habido voluntad ni interés por transformar ni por cambiar nada de lo realmente importante. Este gobierno simplemente va a cumplir el compromiso de derogar los aspectos más lesivos de la LOMCE para volver al modelo anterior. Y hasta ahí bien. ¿Pero cuál es el problema? Pues que lo anterior ya era un sistema que hacía aguas, que estaba al servicio de una minoría y que cada día era más desigual.
La Ley Celaá no acaba con los conciertos educativos, ni siquiera los dificulta, ni tiene ningún plan concreto para al menos hacer que realmente la red concertada sea subsidiaria de la pública, tal y como se planteaba en su creación en 1985. La patronal puede estar tranquila. Y lo saben, por mucho aspaviento y lazo naranja que se pongan.
Tampoco la Ley Celaá acaba con la religión en la escuela. Ni aumenta la financiación a la educación pública. No hay tampoco una transformación de las metodologías, ni del currículum, ni de una evaluación que está más que desfasada, ni una apuesta por más recursos para la educación inclusiva, ni una bajada de las ratios que permitieran introducir nuevas prácticas educativas en las aulas. Con esta ley, seamos sinceros, nada cambia en las aulas.
Tampoco hay cambios en el acceso a la función docente, ni en la selección del profesorado, ni hay mejoras laborales ni se favorece la estabilización de interinos. Por más que nos digan que valorar el papel de los docentes es una buena herramienta para mejorar el sistema, nada de eso hay.
Una eliminación, imprescindible, de los elementos más lesivos de la LOMCE de Wert, pero sin más. Ya está. Un buen reflejo de la acción de este gobierno.
La derecha, como casi siempre, ha decidido el camino más inteligente: la mejor defensa es un buen ataque. Y ha montado toda una campaña plagada de miserables mentiras para defender la educación privada subvencionada, por si al gobierno se le ocurría plantear el fin de la concertada. No es más que una campaña para defender que les paguemos, entre todos y todas, sus privilegios. Hasta ahí, lo normal. ¿Cuál es el problema? Que el gobierno ni antes, ni ahora, ni durante, ha planteado acabar con la concertada. La correlación de fuerzas, dirán algunos, la debilidad política diremos otros, pero la realidad es que una vez se baja la espuma de la propaganda, vemos que esta Ley no acaba con ninguno de los privilegios de la educación privada en España.
La propia patronal de la concertada lo sabe. Siempre han hecho lo mismo. Incluso cuando en los años ochenta en la creación del modelo de conciertos, que hoy tanto defienden, se manifestaron con la misma perorata de la libertad.
Pero no dejemos que los ataques de la derecha nos hagan perder el norte. Sería su gran victoria. Defendernos de la derecha no debería suponer nunca una renuncia programática y estratégica a la tarea de la construcción de una Escuela pública, de calidad y para todos y todas.
Esta ley no cambia casi nada. Y por eso, esta Ley no ilusiona a nadie. Ni a tirios ni troyanos. Apenas nadie la defiende más allá de las parroquias de cada cual. Y la comunidad educativa, indiferente. Y por eso, porque a casi nadie le importa, cuando lleguen otros al gobierno la cambiarán, tendremos una Ley Wert 2.0. Y tampoco a casi nadie le importará.
Y en ese tira y afloja de unos y otros, se garantizan que todo quede atado y bien atado. Pequeños cambios dentro de un marco educativo más que estable en lo fundamental y que lleva ya más de treinta años, por no decir no más de cincuenta.
Nos quedamos, con un sistema educativo cada vez más desigual, con una doble red que subvenciona por el estado privilegios de unos pocos, con unas metodologías desfasadas, un currículum desconectado de la realidad, la inclusión educativa como mera declaración de intenciones, una orientación de los objetivos al mero sostenimiento del mercado neoliberal y un profesorado saturado, descuidado y poco valorado.
Y en medio de esa desazón, existen pequeñas grandes islas de prácticas nuevas, experiencias educativas transformadoras y docentes que se dejan la piel en conseguir que sus centros sean mecanismos reales de superación de la desigualdad. Y existe un movimiento educativo, con docentes, AMPAs, sindicatos y estudiantado, que plantea alternativas, que da ideas, que construye una escuela diferente y que tampoco ha estado en este proceso.
Sobre esto y con un proceso constituyente que parta de las aulas deberá nacer la reforma educativa que lleva pendiente décadas en nuestro país. Una reforma valiente, que afronte de raíz los problemas de la Escuela y buscando el consenso. Sí, el consenso. Pero no un consenso entre partidos, ni entre los partidos y los lobbys. Un consenso de la comunidad educativa, un consenso de la vida real más allá de los parlamentos, un consenso popular para construir la Escuela justa y democrática que sea motor de cambio de la sociedad.
Con ese proceso, por mucho lazo naranja que haya que lo habrá, el cambio de nuestra educación sería imparable. Mientras tanto, cualquier parecido con la difunta Ley Celáa, es pura coincidencia.
José Ignacio García. Diputado en el Parlamento de Andalucía por Cádiz
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