Los atentados cometidos en nombre de la religión musulmana suscitan una cadena de reacciones que ponen en la diana al conjunto de creyentes de esta confesión, así como algunas de sus prácticas.
l ataque que el pasado jueves 29 de octubre, acabó con la muerte de tres personas en la catedral de Niza, y el asesinato, el 16 de octubre, del profesor Samuel Paty, han vuelto a poner en la agenda política y mediática el debate sobre el lugar del islam en la Francia contemporánea. Como viene ocurriendo desde hace tiempo, los atentados cometidos en nombre de la religión musulmana suscitan una cadena de reacciones que ponen en la diana al conjunto de creyentes de esta confesión, así como algunas de sus prácticas. El gobierno francés ha llegado incluso a señalar la disolución de algunas asociaciones que no solamente no tienen ningún vínculo probado con la violencia, sino que están reconocidas por organismos internacionales como Naciones Unidas o la Unión Europea.
De manera preocupante, una parte de la izquierda, desde el primer secretario del Partido socialista hasta el líder de la Francia insumisa, asiste complaciente al discurso gubernamental, participando de una mal llamada unidad republicana cuyo argumento principal es la distinción entre buenos y malos franceses en función de su religión. Partiendo de la condena sin paliativos del acto terrorista y desde la defensa de la libertad de expresión, se hace necesario sin embargo preconizar un cambio de enfoque que articule una mirada crítica de las actuales instituciones y políticas que, en nombre de la República y la laicidad, relegan continuamente una parte importante de la población francesa a una condición subalterna.
Muchas de las reacciones mediáticas y políticas de los últimos días se basan en una construcción discursiva dicotómica que señala un islam potencialmente rigorista como la amenaza perpetua e inmutable de una República pretendidamente esclarecida y emancipadora. El nuevo discurso dominante levanta la bandera de la libertad de expresión y del espíritu crítico, pero parece que estos principios son más válidos cuando se trata de cuestionar al islam y a los musulmanes. Evidentemente, nada justifica la censura ni el delito de blasfemia en sociedades supuestamente laicas y democráticas, aún menos la violencia. Pero quizás deberíamos cuestionarnos por qué las portadas de algunos semanarios satíricos (con muy poca gracia, valga decirlo) son consideradas estandartes de la libertad cuando se trata de reírse de los musulmanes, y preguntarnos a la vez cuál sería nuestra reacción si en ellas viéramos caricaturas de otros grupos histórica o actualmente discriminados como los judíos, la población negra o el colectivo LGBTI.
Conviene señalar también que en los países democráticos la libertad de expresión lleva aparejada la libertad de culto, y que en Francia así se establece tanto en la vigente constitución de la V República como en la ley de 1905 de “separación de la iglesia y el Estado”. Contrariamente al uso espurio que algunos hacen de ella, la laicidad no debería ser un compendio de prohibiciones de prácticas y símbolos religiosos. Como principio básico de cualquier sociedad plural, la laicidad debería ser un marco de libertades colectivas en el que todas las creencias y convicciones puedan expresarse respetando los mínimos democráticos que entre todos nos dotemos.
Es pues enormemente preocupante que el atentado este siendo utilizado por el gobierno francés para instaurar nuevas medidas que pueden limitar la libertad religiosa de una parte de la población. No deja de sonrojar que el ministro del interior (acusado de agresión sexual, recordemos) muestre su profundo descontento ante el hecho que los supermercados tengan estanterías de productos halal. Son pues los musulmanes el chivo expiatorio de los responsables de unas instituciones republicanas cuya deriva sería caricatural si no fuera porque tiene dramáticas consecuencias simbólicas y materiales para millones de franceses.
La libertad de expresión no es tampoco un coto reservado para la crítica (a veces parece incluso que la ofensa) de las religiones. Si el espíritu crítico sirve (por suerte) para cuestionar los cultos, también debe permitir señalar las carencias de las instituciones, sus límites y disfunciones. Los musulmanes son sin duda las principales víctimas de una deriva autoritaria y antidemocrática. Pero en la lógica binaria que el gobierno y algunos medios intentan imponer, parece que hay que elegir entre “ellos” o “nosotros”.
No es algo nuevo. Ya lo dijo Manuel Valls en 2015 siendo primer ministro, cuando acusó a las ciencias sociales de ser complacientes con el terrorismo. “Querer explicar ya es justificar”, dijo. Y algo parecido ha dicho estos días el actual ministro de educación, acusando a las universidades y a uno de los principales sindicatos estudiantiles del país de sucumbir al “islamoizquierdismo” que abona el terreno al “terrorismo”. Calificativos como este, inventado por la extrema derecha, y otros similares están siendo utilizados para cuestionar organizaciones históricas de defensa de derechos humanos o de lucha contra las discriminaciones.
En este contexto conviene recordar que los derechos y libertades no pueden trocearse. Libertad de culto y libertad de expresión son dos caras de la misma moneda. Es preciso pues saludar todas aquellas personas que, desde los movimientos sociales, las asociaciones laicas, los grupos religiosos o las universidades están poniendo un poco de sensatez en un clima de confrontación y tensión alimentado desde el propio gobierno. Del mismo modo, conviene alertar también aquellos que, desde España y a menudo desde posiciones progresistas, ensalzan las supuestas virtudes de la República francesa cada vez que surgen estos debates.
No se trata de negar la violencia cometida en nombre del islam (aunque sea minoritaria, ésta existe y debe ser condenada), sino de tomar precauciones ante eslóganes grandilocuentes y de dudoso contenido democrático. Bajo el tríptico “libertad, igualdad y fraternidad” que tanto nos gusta emular, se esconde una sociedad profundamente desigual y segregada, y la responsabilidad de ello no es de los musulmanes o de otros colectivos minoritarios, sino de las propias instituciones que durante años han alimentado esta lógica.
Víctor Albert Blanco Politólogo y doctorando en sociología en la Universidad Paris 8 de Saint Denis.
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