La derecha pretende atacar el concepto de escuela pública porque jamás ha creído en ella
No deja de ser curioso que quienes más se rebelan contra cualquier intento de reducir la religión en las aulas o de limitar los conciertos con la Iglesia, que es la institución que más ha adoctrinado en España desde que hay enseñanza reglada, pidan con tanto énfasis que el Estado retire las manos de sus hijos. En esos aspavientos, no solo se aprecia la sobreactuación conservadora cada vez que llega al poder la izquierda, sino que hay algo añadido. Como también lo hubo, a raíz de la propuesta de veto parental, en la desaforada respuesta del Gobierno. Ambos se enzarzaron en una discusión de gestos, en un rifirrafe sobre lo accesorio, para no abordar lo importante: el debate sobrio, matizado y riguroso que requiere un pacto docente que frene el desastre.
La sucesión de leyes educativas durante los últimos 30 años ha sido un fracaso tan devastador que debería haber tenido una enérgica contestación ciudadana. Porque, desde que se delegó en la psicopedagogía y los comisarios políticos las reformas sobre educación, los resultados de las pruebas internacionales y las tasas de abandono han ido evidenciando la magnitud de la tragedia. Y eso que el objetivo de los diversos planes de estudios, cada cual menos estable, ha sido garantizar por ley el mayor número de titulados posible o, como decía Tony Judt, una “uniformidad a la baja”. Las faltas de ortografía en los subtítulos de los telediarios son solo una prueba de las consecuencias que ha tenido dar tanto protagonismo a quienes gustan de una palabrería que sería risible si sus efectos no fueran tan graves: a los partidarios risueños de melifluidades didácticas que lo que han conseguido, por encima de cualquier otro logro, es que tengamos una sociedad más ignorante.
Pero también han contribuido al despropósito las familias que ven en el docente un enemigo, aquellos padres que consienten sin límite a sus hijos, las madres que solicitan una rendición de cuentas que no les piden a sus niños: los abuelos de los actuales alumnos confiaban más en los maestros. Si a esto se le añade el papanatismo de lo autóctono, una inspección menos eficaz que intimidatoria y direcciones con afán impositivo, es asombroso cómo la mayoría del profesorado sigue intentando hacer su trabajo. Pero la desmoralización es evidente. Y lo que no puede sorprender es que el nivel de exigencia, debido a las presiones de unos y otros, se haya visto rebajado.
Con su propuesta de censura, en cambio, la derecha persigue no solo dar más protagonismo a las familias en nombre de un derecho muy relativo, lo cual sería el primer paso de una elección de contenidos inasumible en un Estado democrático. Lo que buscan de camino es atacar el concepto de enseñanza pública, por la simple razón de que jamás han creído en ella. Quizás asuman que la Constitución dice que los poderes públicos han de garantizar la educación: pero garantizar, para ellos, no significa ofrecerla. Su modelo ideal sería aquel en que el dinero público destinado a una plaza escolar fuese devuelto a las familias para financiarse no ya un colegio concertado, sino incluso privado, acorde con sus convicciones o la clase socioeconómica a la que pertenezcan o quieran adscribirse. Y si para avanzar en ese desmantelamiento de lo público es necesario que sea la ultraderecha la que marque la agenda con su guerra cultural, adelante.
Por su parte, a la izquierda parece convenirle que se hable mucho de la ultraderecha, porque así entra en la confrontación fácil y rehúye sus responsabilidades. Pero el nuevo Gobierno no puede caer otra vez en los mismos errores. No puede confundir igualdad de oportunidades con igualdad de resultados. No puede seguir mostrando una alergia instantánea cuando se pronuncia la palabra exigencia, esfuerzo, meritocracia. Tony Judt no solo fue un defensor perseverante de los consensos europeos de posguerra que fraguaron el Estado del bienestar, un firme partidario de la intervención pública para corregir las desigualdades: también criticó que, en nombre de su presunta democratización, Tony Blair abaratase aún más la educación pública devaluando sus grammar schools.
Pero no hace falta imitar ese patrón de escuelas selectivas. Bastaría con no entregar de nuevo la reforma de la enseñanza a los expertos en “ciencias” de la educación y olvidarse de las ortodoxias políticas. Con plantear un modelo público ilustrado y laico, basado en la racionalidad, que llegue allí donde no llegan muchas familias y recupere su papel de ascensor social, que garantice la igualdad de oportunidades y desarrolle las mejores capacidades de cada uno, que atienda a las necesidades especiales y enseñe los fundamentos democráticos de una manera menos roma. Y también hay que ser conscientes de que ya no vale otra reforma de una mitad contra la otra, de que hay que trabajar para conseguir el mayor número de acuerdos: ese pacto educativo del que tanto se habla y por el que tan poco se hace. Algo muy difícil, si nos quedamos en la polémica del veto parental, pero que no tendría que ser imposible. Porque es urgente.
Coradino Vega es escritor y profesor. Su último libro es La noche más profunda (Galaxia Gutenberg).