La declaración de que el gobierno parece decidido a impulsar el debate parlamentario sobre una proposición de una ley de eutanasia es una buena noticia que, sin embargo, llega con mucho retraso, con demasiado retraso.
El derecho a decidir sobre la propia vida, cuando ya no es digna de denominarse como tal, y a poder disponer de asistencia para finalizar el viaje terrenal en condiciones dignas y sin sufrimiento añadido, ha sido largamente pospuesto, o ignorado, por la recuperada democracia española.
Sabemos, por supuesto, que es uno de los grandes caballos de batalla del conservadurismo social y político, con la iglesia católica, y otras confesiones religiosas, en la vanguardia de la oposición más feroz y enconada, junto con el aborto, el matrimonio homosexual e incluso, en otros momentos, quién lo diría ahora, el divorcio.
La constante intromisión durante siglos de la religión en la vida de las gentes, favorecida y mantenida desde la alianza de los poderes políticos con la iglesia y que ha perdurado hasta nuestros días, ha supuesto un freno continuo a la legalización e implementación de derechos y libertades, coartados o suprimidos mediante la sumisión a los dogmas y postulados de la religión, en nuestro caso la católica, aunque otras han ejercido un idéntico papel en otras latitudes.
En un estado democrático y laico, que respeta la libertad de creencias (y de no creencias), la negación de derechos por motivos religiosos o ideológicos no es aceptable. La laicidad del estado no solo es una necesidad si se ha de respetar la diversidad de los ciudadanos; es, además, la única garantía contra la injerencia indebida de los postulados dogmáticos de las religiones, sean las que sean.
Sabemos, y de hecho ya hemos tenido ocasión de sentirlo, que los partidos políticos conservadores y las organizaciones sociales de la misma matriz, así como, por supuesto, los representantes de iglesia católica y, quizás, algunas otras confesiones, pondrán el grito en el cielo con los consabidos argumentos de que la vida es sagrada, solo Dios tiene derecho a quitarla, aunque en el nombre de Dios, de diversos dioses, se ha matado a incontables millones de personas a lo largo de la historia de la humanidad, que la eutanasia, igual que el aborto, es asesinato y otros similares.
Sin embargo, los no creyentes consideramos que cada uno es propietario de su propia vida y, llegado el momento, tiene el derecho, si se dan unas determinadas condiciones, a poner fin a su periplo vital, y debería poder hacerlo con la debida asistencia y en las debidas condiciones. Por supuesto, no se trata de que se pueda recurrir a la muerte asistida de una manera indiscriminada. Se han de regular las condiciones mediante una ley que debe redactarse de manera muy cuidadosa y reflexiva, con la participación de profesionales sanitarios, especialistas en bioética, sociólogos, psicólogos, filósofos y cuantos se consideren necesarios, pero el resultado final debe ser una ley que garantice el derecho a una muerte voluntaria asistida en condiciones dignas y sin sufrimiento.
Es lo que hacemos con nuestros queridos animales de compañía y domésticos. Cuando detectamos que ya solo les queda una vida de suplicio o en condiciones indignas a su propia naturaleza, les aplicamos la eutanasia. Nos comportamos con ellos de una forma mucho más “humana” que con nuestros propios semejantes, a los condenamos al encarnizamiento terapéutico o a una vida en condiciones infames, indignas y de dolor y padecimiento sin esperanza, o con la única esperanza de que el fin llegue lo antes posible.
Una de las características del estado democrático laico es que garantiza derechos a todos sus ciudadanos y, por supuesto, no obliga a nadie a ejercerlos. Aquellos que por motivos religiosos, o de otra índole, no quieran acogerse, no tienen por qué hacerlo.
Esperemos que este debate, tantas veces insinuado y siempre pospuesto, llegue esta vez sí a buen puerto, y este país se dote de una ley de muerte asistida digna de una democracia avanzada, como pretende ser, sin conseguirlo siempre, la española.
Emilio Arteaga