¿Vieron alguna vez la ordenación de un sacerdote? ¿Esa ceremonia en la que, después de proclamar la Palabra de Dios, el Obispo impone las manos sobre la cabeza del ordenado para que se produzca la incorporación del Espíritu Santo y entonces comienza la plegaria de Ordenación en la que Te pedimos, Padre Todopoderoso, que confieras a estos siervos Tuyos la dignidad del presbiteriado y sean, con su conducta, ejemplo de vida, y fieles dispensadores de tus Misterios, para que los pecadores sean reconciliados e imploren Tu misericordia? Es todo un momento. La Iglesia otorga a esos hombres un superpoder: perdonar los pecados, convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y dedicarse a la salvación eterna de sus hermanos, los hombres.
Así, ordenados, ungidos por el Espíritu Santo, comprometidos a la salvación de sus semejantes, el cura italiano Nicola Corradi, de 83 años, y el cura argentino Hugo Corbacho, de 59, masturbaron y obligaron a masturbar, violaron, obligaron a practicar sexo oral y torturaron a decenas de niños y adolescentes en el Instituto Provolo de la ciudad de Mendoza, Argentina, que ellos dirigían: una institución para menores hipoacúsicos, generalmente de bajos recursos. Traducido: las personas de entre 7 y 17 años a las que violaron eran sordas —no podían gritar ni oír los gritos de otros— y pobres.
Nicola Corradi llegó a la Argentina en 1970 remitido por el Vaticano desde el Instituto Provolo de Verona, donde —y porque— se habían producido denuncias contra sacerdotes por violación y tortura a chicos sordos. Su primer destino fue la sede del Instituto Provolo en la ciudad de La Plata. Pero allí, en 1998, también se produjeron denuncias por violaciones y torturas contra chicos sordos y la Iglesia lo mandó a retozar al Provolo de Mendoza. Su nombre llegó —nítido— al papa Francisco en 2014 bajo la forma de una carta que las víctimas del Provolo de Verona le entregaron en mano. El Papa no hizo mayor cosa. O sí: en 2018 fue a Chile y sentó a su diestra a Juan Barros, nombrado obispo de Osorno en 2015 por él mismo, ya entonces acusado de encubrir a su colega Fernando Karadima que había sido encontrado culpable de abusos sexuales. Cuando los periodistas chilenos le preguntaron si daba su respaldo a Barros, el Papa dijo: “No hay una sola prueba en contra. Todo es calumnia”. Las víctimas de Karadima habían presentado decenas de pruebas, y se lo recordaron públicamente. Hubo escándalo. Barros presentó su renuncia; el Papa dijo que había incurrido en “graves equivocaciones de valoración” con respecto al susodicho.
Para entonces, hacía ya dos años que el océano de denuncias contra el Provolo de Mendoza y de La Plata había hecho que la justicia argentina detuviera a Corradi, Corbacho y 13 más. En noviembre de 2019 ambos fueron condenados a 42 y 45 años de prisión por abusar de 11 chicos sordos. Es el primer juicio de varios que tienen relación con esta causa en la que hay implicados otros sacerdotes y monjas, entre ellos el cura Eliseo Primati, de 83 años, que en 2017 se marchó tan fresco a Italia. La Argentina hizo un pedido de extradición, sin resultados, y Primati vive, ahora, en el Instituto Provolo de Verona, donde todo comenzó. Cuando se conoció el fallo contra Corradi y Corbacho, el comisario nombrado por el Vaticano, el obispo auxiliar de La Plata, Alberto Bochatey, aseguró que “la Iglesia nunca encubrió a los sacerdotes”.
En diciembre de 2019, el Papa anunció la eliminación del “secreto pontificio”, la confidencialidad en el manejo judicial de los casos de abuso por parte de sacerdotes. Pero esto no afecta al secreto de confesión, que sigue vigente aun cuando ampare este delito.
Según ACI, la Agencia Católica de Informaciones, la de sacerdote es la ocupación “más grande de la Tierra, pues los frutos de sus trabajos no acaban en este mundo, sino que son eternos”. En efecto, los frutos de lo que hicieron Corradi, Corbacho y otros como ellos —los frutos de su monstruosidad: los intentos de suicidio y las autolaceraciones y los pensamientos incontrolables y las imágenes horrorosas que aniquilan la vida de las personas a las que violaron— posiblemente sean eternos. Y cada ocultamiento, negación y ofensa de sus ofensores hace que esas personas se sumerjan en el infierno de la resurrección de aquel espanto. No hay plegarias para eso. Sólo plegarias que nadie escucha.
Leila Guerriero