El filipino Bernardito Auza se enfrenta a dos retos: pacificar a los obispos críticos con Francisco y templar a un Gobierno con fama de radical y laico
La presentación de cartas que acreditan a nuevos embajadores suele ser un trámite sin relevancia pública, pese a celebrarse con gran pompa ante el Jefe del Estado. El jueves pasado lo hicieron siete nuevos plenipotenciarios, entre otros el de Japón, y pocos medios recogieron sus nombres. En cambio, el embajador del Estado de la Ciudad del Vaticano, el más pequeño del mundo, entregó su credencial a Felipe VI con la parafernalia de un cardenal versallesco. Se llama Bernardito Cleopas Auza y había llegado al Palacio Real en carroza de época, ataviado con birreta y capa rojas, escoltado por el escuadrón de la Guardia Real a caballo y la escuadra de Batidores de la Policía Municipal, y al son del himno del Vaticano tocado por la banda de música de la Guardia Real. El nuevo nuncio apostólico en España y Andorra es filipino, tiene 60 años, habla seis idiomas, pertenece al cuerpo diplomático del Vaticano desde 1990, viene de servir cinco años como máximo representante eclesial en Naciones Unidas y fue aceptado por el Consejo de Ministros el 13 de septiembre pasado, en un proceso discreto y acelerado.
Había severas heridas que cicatrizar y no convenía una sede vacante tan señalada. Por parte del Vaticano, Francisco quería olvidar la metedura de pata del nuncio anterior, el arzobispo Renzo Fratini, que se jubiló el 2 de julio pasado dejando un titular más digno del novelista Vizcaíno Casas que de una diplomacia que presume de ser la más sutil y versallesca del mundo. “Han resucitado a Franco”, dijo en su despedida, no con ánimo de equiparar semejante milagro a la resurrección del fundador cristiano, sino de abofetear donde más dolía al Gobierno socialista después de meses de trifulcas para sacar de la basílica del Valle de los Caídos los restos del dictador.
Como las mayores resistencias surgieron entre las jerarquías eclesiásticas, jaleadas por la derecha, la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, había viajado al Vaticano para romper el cerco y regresó a Madrid convencida de haberlo logrado. Así lo dijo a la prensa, eufórica. Una hora más tarde, se encontró con que el número dos del Papa, el secretario de Estado Pietro Parolín, la rectificaba sin miramientos. Roma no se oponía, pero no apoyaba, vino a decir. Fue un desaire inesperado. De ahí que las dos partes se hayan esforzado en cerrar pronto la crisis.
Ha sido el Papa quien tomó cartas en el asunto, buscando la excelencia de entre el copioso cuerpo diplomático de la Santa Sede. El escogido fue Auza. De modales suaves, un moderado de sonrisa fácil y experiencia en varios países, este arzobispo filipino coordinó con éxito la participación de Francisco en la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2015 y ha jugado un papel fundamental en la promoción de la geopolítica promovida por el Papa argentino para situar a la Iglesia romana como un agente creíble en procesos de pacificación y reconciliación, entre otros el Pacto Mundial por las Migraciones. También fue observador permanente ante la Organización de los Estados Americanos (OEA) y coordinó la ayuda de la Iglesia tras el terremoto de Haití en 2010, donde se encontraba como nuncio.
Elegido el candidato, había que acelerar el acuerdo con el Gobierno y limar asperezas para el inmediato futuro, en la idea de que, cada vez que el Papa quiere nombrar un obispo (debe hacerlo con una docena en estos meses), ha de consultar antes al Gobierno, que puede torcerle la intención, como si España fuera China. Así lo exigen los Acuerdos que sustituyeron en 1976 y 1979 al extravagante concordato franquista de 1953.
La Iglesia católica no es un Estado o una nación, sino una más, aunque la más numerosa, de las religiones que obran en España. En la práctica, se trata de una organización bicéfala. Además de confesión religiosa, funciona como un Estado soberano, con embajadas ante prácticamente todos los Estados miembros de la ONU (su dimensión política), y también debe acreditar a sus nuncios ante las conferencias episcopales nacionales (la dimensión espiritual).
Desde esas perspectivas, el nuncio Azua llega en un momento crucial. Por una parte, se estrena un Gobierno de coalición de izquierdas, en teoría radical en materia religiosa, y, enfrente, la Conferencia Episcopal celebra en marzo asamblea general para renovar sus cargos, con la mitad de los miembros contrarios o recelosos ante el papa Francisco y una docena de sedes con sus prelados en edad de retiro, cumplidos los 75 años.
El arzobispo Auza está en medio de ese cruce de circunstancias, sitiado de manera doble: le habrán dicho que tiene el enemigo extramuros, pero también tiene al enemigo en el sótano. Ante los Gobiernos de izquierdas son los obispos los grandes movilizadores. Lo fue el cardenal Rouco, durante sus tres etapas como presidente de la CEE, difuminando la figura del nuncio, entonces el arzobispo portugués Monteiro. No parece que eso vaya a ocurrir con Auza. Francisco quiere cambiar la Iglesia (más rigor contra los escándalos, pobre para los pobres, sin tantos lujos ni afán de riquezas, en España el desparpajo episcopal de las inmatriculaciones…), y detesta los conflictos externos. Auza viene a poner orden, nombrando nuevos prelados sin importunar al Gobierno. De su éxito dependerá que Francisco venga a España en visita oficial. La está retrasando “hasta que haya paz”, ha dicho en dos ocasiones.
Además, el nuncio deberá llevar adelante su política ante el Gobierno, sin parecer débil. El Estado vaticano tiene apenas 800 habitantes sobre 44 hectáreas, pero muchos obispos mantienen en pie la doctrina de las dos espadas, es decir, la teoría de la supremacía del poder espiritual (el papa) sobre el temporal (el emperador). Para ello, el Vaticano dispone de millones de fieles en cada país, convencidos de que pueden aupar o hacer caer Gobiernos. Experiencias no les faltan, también en España. Tampoco entusiasmo.
Al fútbol porque otros van a misa
Ni varias sentencias del Tribunal Supremo han apaciguado la disputa sobre si la asignatura de catolicismo en las escuelas públicas y concertadas, que enseñan decenas de miles de profesores escogidos por los obispos y pagados por el Estado, debe ofrecerse en horario escolar y tener, a la misma hora, una asignatura alternativa (digamos) seria, las dos evaluables. De no ser así, los obispos temen perder alumnos, que es lo que ocurrió cuando, con leyes de los Gobiernos socialistas, la alternativa era el recreo, jugar al parchís (así simplificó el asunto Aznar), o una clase de rigor menor. ¿Solución? Presionados por los obispos o de buena gana, los Ejecutivos del PP legislaron que la asignatura tendría una alternativa fuerte, por ejemplo, una clase de ética. Pero el Supremo volvió a sentenciar que eso también era ilegal. Razón: si la asignatura alternativa es seria, los alumnos discriminados serían los que acudieran a clase de religión y moral católica, porque se perderían una materia que los magistrados consideraban necesario estudiar.
Semejante guirigay vuelve al centro del debate político. El Gobierno de coalición ha anunciado que legislará muy pronto para que la religión deje de ser evaluable y no compute para nota media u obtención de becas. También suprimirá la obligación de cursar una asignatura alternativa a quienes rechazan la de religión. Los obispos han puesto el grito en el cielo. Pero los argumentos contra dicha asignatura son contundentes: imponerla a los alumnos que no vayan a clase de moral católica sería como obligar a ir al fútbol a la hora de misa porque otros quieren ir a la iglesia.