Las elecciones parciales se aproximan rápidamente, y su resultado bien pueden decidirlo los “valores morales” de los cristianos conservadores. Aunque los progresistas se quejan constantemente de esta posibilidad, casi nunca se cuestiona la conexión entre religión y moralidad en nuestra vida pública. Una de las justificaciones más habituales de la fe religiosa que uno oye, desde todas partes del espectro político, es la de que proporciona un marco necesario para el comportamiento moral.
La mayoría de los estadounidenses parece creer que sin fe en Dios no tendríamos razones sólidas para comportarnos bien unos con otros. La versión política de este título moral, es que nuestro país fue fundado sobre “principios judeo-cristianos”, de donde se inferiría que sin estos principios no podríamos hacer leyes justas.
Es, por supuesto, un tabú criticar las creencias religiosas de otra persona. El problema, sin embargo, es que mucho de lo que la gente cree en nombre de la religión es intrínsecamente divisivo, irrazonable e incompatible con una moralidad genuina. La verdad es que la única base racional de la moralidad es la preocupación por la felicidad y el sufrimiento de otros seres conscientes. Este énfasis en la felicidad y sufrimiento de otros explica por qué no tenemos obligaciones morales con las piedras. También explica por qué (en general) las personas merecen una mayor atención moral que los animales, y por qué ciertos animales nos preocupan más que otros. Si mostramos mayor sensibilidad hacia la experiencia de los chimpancés que hacia la de los grillos, lo hacemos por que hay una relación entre el tamaño y complejidad del cerebro de un ser vivo y su experiencia del mundo.
Por desgracia, la religión tiende a separar las cuestiones morales de la realidad vital del sufrimiento de los humanos y animales. En consecuencia, las personas religiosas dedican una inmensa energía a las denominadas cuestiones “morales” —tales como el matrimonio gay—donde no está implicado ningún sufrimiento real, e inflingen un sufrimiento terrible al servicio de sus creencias religiosas.
Considérese el sufrimiento de millones de personas desafortunadas que resulta que viven en el África sub-sahariana. Las guerras en esta parte del mundo son interminables. El SIDA es allí epidémico, matando alrededor de 3 millones de personas anualmente. Es casi imposible exagerar qué mala suerte es que uno nazca hoy en un país como Sudán. La pregunta es, ¿cómo afecta la religión a este problema?
Muchos cristianos devotos van a países como Sudán para aliviar tanto sufrimiento, y este comportamiento se presenta habitualmente en defensa del cristianismo. Pero en este caso, la religión da a la gente malas razones para actuar moralmente, cuando existen buenas razones para ello. No hay que creer que una deidad escribió uno de nuestros libros, o que Jesús nació de una virgen, para impulsarnos a ayudar a las personas necesitadas. En esos lugares sin esperanza, se encuentran muchos voluntarios laicos trabajando para organizaciones como Médicos sin Fronteras y ayudando a la gente por motivos laicos. Ayudar a la gente por interés, únicamente, de su felicidad y sufrimiento parece bastante más noble que hacerlo porque crees que el Creador del universo quiere que lo hagas, te recompensará si lo haces, o te castigará si no lo haces.
Pero el peor problema de la moralidad religiosa es que a menudo hace que gente buena actúe inmoralmente, incluso cuando intenta aliviar el sufrimiento de otros. En África, por ejemplo, ciertos cristianos predican contra el uso de condones en poblados donde el SIDA es epidémico, y donde la única información que reciben acerca de los condones proviene de estos pastores. También predican la necesidad de creer en la divinidad de Jesucristo, en lugares donde el conflicto religioso entre musulmanes y cristianos ha llevado a la muerte a millones. Los voluntarios laicos no esparcen ignorancia y muerte de esta manera. No hace falta que una persona sea malvada para predicar contra el uso de condones en una población diezmada por el SIDA. Sólo hace falta que crea en un dogma moral concreto basado en la fe. En estos casos vemos que la religión puede hacer que personas buenas sean mucho menos buenas de lo que podrían ser.
Tenemos que darnos cuenta que nosotros decidimos lo qué es bueno de nuestras doctrinas religiosas. Leemos la Regla de Oro, por ejemplo, y la consideramos una condensación brillante de muchos de nuestros impulsos éticos. Y entonces descubrimos otras enseñanzas morales de Dios: si un hombre descubre en la noche de bodas que su esposa no es virgen, debe lapidarla hasta la muerte en la puerta de la casa de su padre (Deuteronomio 22:13-21). Si somos civilizados, rechazaremos esta absoluta locura. Hacer esto requiere que ejercitemos nuestras propias intuiciones morales, teniendo en mente el problema real de la felicidad humana.
Cuando consideramos como gestionamos nuestra propia sociedad, y como ayudar a las personas necesitadas, las alternativas ante nosotros son simples: o bien mantenemos un debate del s.XXI sobre moralidad y felicidad humanas—manejando todos los descubrimientos científicos y los argumentos filosóficos de hemos acumulado en los últimos 2000 años de discurrir humano—o bien nos encerramos en un discurso de la Edad de Hierro, tal y como aparece en nuestros libros sagrados.
Cuando el asunto de los “valores morales” aparezca en el debate nacional en las próximas semanas, preguntémonos qué tipo de ética se esta manejando. ¿Se habla sobre la mejor manera de aliviar el sufrimiento humano, o se habla sobre los caprichos de un Dios invisible?
Sam Harris es el autor de Letter to a Christian Nation y The End of Faith. Puede contactar con él a través de su página www.samharris.org, o por correo electrónico autor@samharris.org