En razón de una heterogénea variedad de motivos que abarca desde la trágica actualidad del terrorismo internacional hasta los tocados femeninos o los castigos inhumanos, el islam y las reflexiones más o menos documentadas sobre él han empezado a ocupar durante los últimos meses un espacio central en el debate democrático de Occidente. Mientras que algunos destacados intelectuales y politólogos se han decantado por una explícita condena de la fe de Mahoma, argumentando que el problema no reside en que el terrorismo invoque determinadas ideologías, sino en que son esas ideologías las que contienen en germen el terrorismo, buena parte de los arabistas ha reaccionado, en cambio, intentado distinguir entre el credo religioso y el uso que puedan hacer de él unos fanáticos dispuestos a estrellar aviones secuestrados contra rascacielos y edificios oficiales. Al hacerlo así, los arabistas se han colocado en una posición que, a ojos de sus oponentes, viene a constituir una flagrante expresión de relativismo cultural, cuando no de abierta debilidad en la defensa de la democracia amenazada.
Por lo que se refiere a nuestro país, los juicios sobre el islam y su invocación por parte de grupos extremistas de todas las latitudes parecen en buena medida marcados por una coyuntura tan próxima como dramática, y es la existencia del terrorismo vasco. De algún modo, el esquema empleado para enjuiciar sus atrocidades se ha trasladado íntegro al análisis de la violencia islamista, y de igual manera que el nacionalismo sabiniano no es considerado ajeno a la deriva asesina de algunos de sus creyentes, se da por descontado que tampoco el islam puede serlo respecto de quienes han hecho del suicidio en nombre de Dios un arma capaz de poner en jaque al país más poderoso del planeta. Esta aproximación al problema del terrorismo, de todo el terrorismo, está propiciando la aparición de una frontera política e intelectual que parece afianzarse de día en día; una frontera que de un lado sitúa a quienes, como si se tratara de partes de un todo inseparable, aprecian los juicios de Sartori sobre la inmigración musulmana, consideran el multiculturalismo en términos de ‘gangrena’ o suscriben la política conservadora en el País Vasco, y de otro a quienes mantienen, punto por punto, las posiciones contrarias. Tan tajante ha llegado a ser la divisoria que, para cualquiera de ambos bandos, disentir en uno solo de estos aspectos equivale a condescender en todos los demás.
Mientras que, en lo tocante al nacionalismo, existe clara conciencia de que la crítica a las ensoñaciones milenaristas de Sabino Arana no debería conducirnos a potenciar las ensoñaciones simétricas, sino a reforzar la noción de ciudadanía que establece la Constitución del 78, en el caso del islam, por el contrario, se están emitiendo juicios que presuponen antes que cualquier otra cosa una relectura arbitraria de nuestro pasado. En este sentido, cada vez que se afirma que el islam tiene pendiente la Reforma, que el islam debe aún evolucionar hacia el laicismo, no sólo se evidencia un alto grado de desconocimiento de la fe musulmana, algo por lo demás irrelevante en sociedades laicas como las nuestras. Lo que se evidencia es, sobre todo, una llamativa manipulación de la historia europea y, por extensión, de los avatares de la tolerancia.
Por más que se fuercen las interpretaciones, la Reforma no fue el origen de la libertad de conciencia, sino el de dictaduras atroces como la de Calvino y el de las guerras de religión entre las diversas confesiones en las que se fragmentó la cristiandad continental. El fin de los dramáticos enfrentamientos que vivió Europa entre 1517, fecha en la que Lutero expone en Wittenberg sus tesis teológicas opuestas a las de Roma, y 1648, año de la Paz de Westfalia, se debió a que el poder político logró confinar la fe en el ámbito de la intimidad personal, no a que la religión cristiana, con toda su constelación de iglesias reformadas y contrarreformadas, experimentase una imposible evolución hacia el laicismo. Entonces, ¿por qué se le exige al islam algo que el cristianismo no hizo, y lo que es peor, algo que ninguna religión puede hacer, como es convertirse en una creencia laica? Y contemplado el problema desde esta perspectiva, ¿no estaremos contribuyendo a establecer las bases de un conflicto irresoluble al exigir que, para acceder al mismo estatus que cualquier otra confesión en el seno de nuestras democracias, el islam, y sólo el islam, deba acreditar una pauta de evolución que es imposible no ya para él, sino para cualquier creencia trascendente, incluida por supuesto la cristiana?
Como sucede en tantos otros ámbitos de la confrontación política y social, la manipulación del pasado tiene como objetivo surtir efectos en el presente, amparando decisiones y comportamientos que, vistos bajo otro prisma, se revelarían equivocados y hasta faltos de cualquier legitimidad. Así, al dictaminar sumariamente que el cristianismo completó una evolución hacia el laicismo pendiente en el islam, se desencadena una cascada de especulaciones acerca de este credo que, impermeables a todo desmentido, sirven de inspiración a políticas no ya injustas hacia una categoría concreta de extranjeros, sino además lesivas para nuestro sistema de libertades. Siempre bajo el argumento de que el islam es una religión que regula todos los aspectos de la vida, se considera que cualquier persona procedente del Magreb o de alguna región de mayoría musulmana ha de ser por fuerza un musulmán. Lo grave, a estos efectos, no es que se descarte de antemano la posibilidad de que, como sucede en numerosas ocasiones, pudiera ser también cristiano, judío, animista, agnóstico o ateo; lo grave es que se da por descontado que quien se educó en un medio musulmán o aceptó alguna vez ese credo no quedará jamás libre de él, como si se tratara de una enfermedad recidivante que se contrae con independencia de cuáles sean las creencias personales de los individuos y las normas a las que ajusten su conducta.
En resumidas cuentas, lo que estamos haciendo al tratar al islam en los términos corrientes de los últimos tiempos es dar carta de naturaleza a un nuevo determinismo, es identificar en pleno corazón de nuestras democracias un grupo de personas a las que no se juzga por lo que hacen, sino por lo que su condición de musulmanes -una condición muchas veces asignada, no escogida- les obligaría supuestamente a hacer. De ahí que cualquier debate concreto y específico, como el de saber si la escuela pública debe aceptar que una niña sea escolarizada con hiyab, se traslade de inmediato al terreno de las intenciones y los símbolos, de modo que un pañuelo deja de ser un pañuelo y se convierte en un emblema de la discriminación de la mujer, al mismo nivel que la ablación del clítoris o los matrimonios concertados, en los que, por cierto, tampoco el hombre dispone de libertad para elegir. Esta alucinada ampliación del campo de batalla lleva a interpretar, acto seguido, que el hiyab es tan sólo la punta de lanza que acabará franqueando el paso a prácticas aborrecibles y, sobre esta base, se exige una serie de cambios legales que, en el fondo, no
están pensados para regular los problemas existentes -por lo demás, casi siempre suficientemente regulados-, sino para conjurar unos temores inducidos con el único propósito de legitimar los sentimientos de racismo y xenofobia.
Por más que hoy se consideren pragmáticas unas políticas hacia el islam que, paradójicamente, operan con pronósticos y prejuicios y no con realidades, lo cierto es que la caracterización de enemigos genéricos y la consiguiente adopción de medidas para mantenerlos a raya ha sido un camino habitual en el tránsito desde la libertad hacia la tiranía. Por esta razón, lo que está en juego en nuestras sociedades no es la consideración que cada cual quiera otorgar a la fe de Mahoma, incluso si esa consideración se apoya en interpretaciones y argumentos equivocados; lo que está en juego son los fundamentos de nuestro sistema democrático. Una frase de apariencia inocente como la de que la integración de los musulmanes sólo será posible a partir de un doble compromiso, el de los ciudadanos originarios, obligados a acoger, y el de los inmigrantes, obligados a respetar las leyes y las costumbres, vulnera, con el beneplácito de la mayoría, al menos cuatro principios irrenunciables. El primero, el de la igualdad ante la ley, puesto que reclama comportamientos distintos a los nacionales y a los extranjeros. El segundo, el de la presunción de inocencia, puesto que exige a los extranjeros un compromiso con la ley que sólo tiene sentido si se parte del convencimiento de su previa disposición a vulnerarla. El tercero, el del carácter legal de las prohibiciones, puesto que, aunque su propósito aparezca formulado en positivo, lo que trata es de proscribir, sin fundamentarse en norma alguna, toda costumbre que no se ajuste a las nacionales. Y el cuarto, el de la seguridad jurídica, puesto que ¿dónde se encuentran codificadas las costumbres?, ¿quién las interpreta?, ¿qué consecuencias tendría para los nacionales la decisión de no respetarlas?
El islam y las reflexiones más o menos documentadas sobre él han empezado a ocupar durante los últimos meses un espacio central en el debate democrático de Occidente. Y, sin embargo, a poco que se contemple el fenómeno con detenimiento, se observará que no es sobre el islam sobre lo que se discute, ni sobre el rigor o la flexibilidad de sus disposiciones. En realidad, y mientras se usa el islam como coartada, se lucubra acerca de un asunto que, expresado con toda su crudeza, tal vez repugnaría: el de determinar las excepciones a los principios democráticos que estamos dispuestos a consentir.
José María Ridao es diplomático.