Veamos: el día 21, don Serafín García Herreros habla de Laicismo extremo. El bueno de él razona que los laicos, si son coherentes y dado que no desean signos religiosos en la vida pública, es seguro que desean demoler los templos de cualquier confesión, y prohibir que se construyan otros, por el hecho de que están en la calle y la calle es pública
Disparatado error: Primero, porque los templos no están en la calle, sino en fincas urbanas privadas, normalmente propiedad de la confesión titular de cada iglesia, sinagoga o mezquita; o en fincas públicas cedidas mediante venta, o acuerdos tales o cuales, que el laico por supuesto que respeta. Segundo, porque el laico tiene una mentalidad flexible y racional perfectamente capaz de entender lo extemporáneo y aberrante que sería pedir el derribo de catedrales e iglesias, mezquitas, etc., edificios religiosos en general; y comprende en todo caso que las instituciones de derecho privado que son las confesiones religiosas tienen perfecto derecho a desarrollar su actividad, igualito que un Banco o una ferretería, edificando o dejando de edificar templos y locales varios, con la única salvedad de que no se empeñen en que las instituciones públicas trabajen para ellas.
Por lo demás, escribir que el laicismo garantiza «la opresión totalitaria y la vuelta a las catacumbas» se comenta por sí solo: Este hombre delira, muchos creyentes como él sufren de esta patética y risible enajenación.
Pero no se vayan, hay más: El día 22, Juan R. Díaz escribe en carta titulada La Navidad el reproche de que «algunas instituciones públicas y privadas no quieren instalar el belén». Para no abusar del espacio que La Verdad cede a cartas de los lectores, nada opinaré acerca de las instituciones públicas. Pero ¿que las instituciones privadas, sean bancos, gestorías, supermercados, comercios, talleres, etc., tienen alguna obligación, siquiera sea lejana, de colocar un belén?
El lector me disculpará, pero me niego a comentar ni mínimamente semejante dislate, solo faltaba que el tendero de la esquina no pudiera disponer qué colocar o dejar de colocar en su local. Termina el señor Ruiz afirmando que «sin la existencia de Dios en nuestras vidas no hay paz». Es un modo ramplón y estrecho de ver la vida, debiera saber el señor Ruiz que, por ejemplo, la actual mayoría de la comunidad científica no es creyente, y no por eso deja de llevar una existencia normal en paz, dedicada a su trabajo y su gente de la manera más normal imaginable.
Esto lo sabe cualquier mente normal, de forma que el señor Ruiz haría bien en hacerse mirar esa torticera capacidad suya para ver enconadas trifulcas y problemas sociales donde no los hay.