Mal futuro tienen las religiones y sus obispos, imanes y mandarines si, para dar sentido a la vida de la gente y aliviar sus penas, se empeñan en seguir apegadas a poderes políticos y económicos.
DESDE que en el mundo hay religiones, jamás el hecho religioso ha sido un asunto estrictamente privado. La historia así lo demuestra. Y cualquier manual de sociología de la religión lo explica con argumentos serios y abundantes. Lo que pasa es que desde la segunda mitad del s. XVIII, con motivo de la Ilustración, la Revolución y las convulsiones políticas y sociales que después se han sucedido hasta hoy, no resulta fácil hablar con precisión de «lo público» y «lo privado» en lo que se refiere a la religión y su presencia en la sociedad moderna. Y más cuando se ponen a hablar de este asunto los ciudadanos de un Estado no confesional y en una cultura que es cada día más laica y más plural. ¿Qué decir de todo esto?
Es evidente que las creencias religiosas son asunto de conciencia. En ese sentido, la religión pertenece a lo estrictamente privado. Además, las creencias religiosas se refieren a Dios, es decir, a algo que no es de «este mundo». En esto se basan los que defienden la privacidad de la religión. Si los que defienden tal privacidad, lo que en realidad quieren defender es que efectivamente la religión se mantenga en su ámbito propio, que es la conciencia, y en su relación auténtica con el Dios que trasciende las cosas de «este mundo», en ese supuesto creo que debemos estar de acuerdo con quienes piensan que la religión es asunto privado.
Pero ocurre (y siempre ha ocurrido) que los creyentes suelen manifestar sus creencias públicamente. En parte porque muchos sentimientos privados tienden a expresarse en público. Esto pasa con los creyentes, los enamorados, los aficionados, los apasionados con lo que sea y en lo que sea. En el caso de la religión sucede además que los creyentes no suelen mantener sus creencias aisladas, sino que suelen organizarse en instituciones públicas, con sus dirigentes y sus consiguientes intereses. Porque, como es bien sabido, Dios «no es evidente», pero está demostrado que «es bastante útil». Es útil para dar esperanza y sentido a la vida de la gente. Pero también lo es para legitimar el poder de los que representan a la divinidad. Quienes detentan semejante representación, mandan en nombre de Dios, cosa que impresiona mucho. Por eso el «argumento-Dios» es eficaz para someter a la gente, conseguir privilegios, sacar dinero, meter miedo, alcanzar cargos, y tantas otras cosas.
Ahora bien, desde el momento en que ocurre esto, la confusión está servida. Porque es humano y comprensible que la institución religiosa, sus mandatarios y creyentes tiendan a arrimarse al sol que más calienta. Cuando había monarcas absolutos, las religiones procuraban mantener con ellos las mejores relaciones posibles. Y cuando los monarcas absolutos dejaron de serlo y empezaron a ser monarcas constitucionales, las gentes religiosas ya no encontraron su mejor cobijo en la monarquía, sino en la derecha política. Así, la religión aseguraba sus intereses. Y la derecha los suyos. Y así también se organizó la gran confusión. Porque a partir de entonces resulta extremadamente complicado saber si los defensores de la religión defienden a Dios o lo que en realidad defienden son los intereses de la derecha política. Se comprende que haya quienes pretenden que la religión se esté quieta, en la intimidad de las conciencias y en el secreto de las sacristías. ¿Es ésa la mejor solución? Los cristianos tenemos el ejemplo de Jesús. Este judío singular vivió en un país dominado por la gran potencia de aquel tiempo, el Imperio romano. Sin embargo, si nos atenemos a lo que dicen los evangelios, Jesús no denunció la tiranía de Pilatos ni la desvergüenza de Herodes. ¿Quiere decir esto que Jesús fue cobarde o se hizo cómplice de aquella situación? Jesús fue derecho al fondo del problema. No pretendió derrocar a un poder para poner a otro. Ni aduló a los romanos ni se puso de parte de los revolucionarios. No necesitaba ni de unos ni de otros. Como tampoco necesitó templo. Ni funcionarios del templo. Ni dinero para costear el templo y a sus funcionarios. Por eso fue tan soberanamente libre, ante todos los poderes, para aliviar el sufrimiento de enfermos, pobres, pecadores, extranjeros y excluidos. Y para hacer más felices a todos los seres humanos. Jesús vio claramente que para organizar y sostener una religión no tenía más remedio que aliarse con los poderes de este mundo, los que estuvieran más dispuestos a ayudarle. Pero cuando lo que se pretende es estar cerca de los últimos de este mundo, la cercanía al poder, aunque parezca el poder más religioso, es un estorbo. Porque el poder, antes o después, pasa factura. Con lo que bien puede ocurrir que la religión termine sirviendo más al poder que a los que sufren.
Mal futuro tienen las religiones y sus obispos, imanes y mandarines si, para dar sentido a la vida de la gente y aliviar sus penas, se empeñan en seguir apegadas a poderes políticos y económicos. Por ese camino han podido engañar a la gente durante siglos. Ya no es posible seguir por ahí. Por una razón que no nos atrevemos a aceptar. Dios no puede estar de acuerdo con lo que divide y enfrenta, con lo que deshumaniza y genera dolor. Dios sólo puede estar en aquello en lo que todos los humanos coincidimos. Por eso el Dios de Jesús se despojó de su rango, renunció a todo poder y a toda dignidad. Y se hizo como uno de tantos (Fil 2, 7), fundido con el dolor de los más desgraciados (Mt 25, 31-46). Sólo si la religión echa por ese camino quedará claro qué es «lo público» y «lo privado» de la religión. En cualquier caso, lo que no admite duda es que por el camino, que han emprendido nuestros obispos, la confusión será cada día más grande. Y mayor aún la fractura entre los ciudadanos. El peor servicio que la religión puede hacernos a todos.