Cuando un buen mormón tiene 18 o 19 años, sirve una misión de un par de años en otra ciudad u otro país, y a mí me tocó en Milán. Antes de salir de Estados Unidos, me enseñaron el idioma en un centro de capacitación, y ahí lo conté por primera vez en voz alta: «Me gustan los chicos», le balbuceé a un líder mormón entre sollozos, y me abrazó. En mi diario esa noche, escribí «Me siento libre», porque ese peso, al menos en parte, se había aligerado.
Pero no todos los líderes religiosos fueron tan comprensivos ni bondadosos, y pronto empecé a sentirme cuestionado. Para ser misionero, hay que superar algunas visitas médicas y un largo proceso de entrevistas. En mi caso, me hicieron muchas preguntas sobre mis preferencias sexuales. Me transmitieron la sensación de que tenían miedo a que me convirtieran en un mal ejemplo para el resto de misioneros.
Superados los exámenes, por fin me enviaron a Italia, donde volví a esconder mis sentimientos porque no quería enfrentarme a la vergüenza de volver a casa antes de cumplir mis dos años de estancia en el extranjero. Recuerdo que cuando veía a las parejas gais en Milán besarse en el metro o por la calle, me entraba un miedo espantoso. No quería ser como ellos.
Crecí en un entorno religioso donde se premiaba ajustarse a las normas y se penalizaban las ideas propias. Mi familia inmediata era mormona, incluso mis abuelos, que además eran nuestros vecinos. Tenían muchos valores y muy buenos, pero la independencia y la autoaceptación no estaban incluidas. Desde niño me habían enseñado en la iglesia que sentir atracción por otros hombres era una enfermedad, un pecado o simplemente algo que reprimir. Lo trataban exactamente como trataban una adicción a las drogas, a la pornografía o al alcohol. Por tanto, en cuanto me di cuenta de que me gustaban los chicos, lo reprimí y lo escondí, hasta para mí mismo, porque no quería ser «malo».
Como he mencionado, antes de mi viaje reuní el valor necesario para contárselo a un líder religioso. Pero aquella pequeña liberación que había anotado en mi diario se esfumó pronto. Después de mis años en Italia, volví a la vida normal en Utah para terminar mis estudios. Y en la Brigham Young University, una universidad que pertenece a la iglesia mormona y cuyo alumnado se formaba casi exclusivamente de mormones, la represión que sentía se volvió más fuerte.
En aquella época me obligaba a salir con chicas para cumplir con un mandato divino de Dios que me decía que tenía que casarme con una de ellas. Hice todo lo que un buen mormón debería y más allá para compensar la vergüenza que sentía dentro, y esperaba la llegada de esa mujer que por fin me gustara lo suficiente como para enamorarme y ser como mis amigos heterosexuales, que se estaban casando muy jóvenes.
Entonces salí del armario un poquito, contándoles a mis amigos y a algunos de mis familiares que me gustaban los chicos, pero que seguiría en la iglesia y que sería capaz de controlarme. A mis hermanos, que ya no eran mormones, no les supuso ningún problema y me siguieron tratando como siempre. Mis padres, que todavía lo eran, se mostraron sorprendidos, pero me ofrecieron su apoyo en cualquier decisión que tomara. Con el paso del tiempo, acabé abriéndome hasta compartir mi historia públicamente a través de un blog, para ayudar a otros chicos que estaban en lo mismo: quería ser un ejemplo de que se podía seguir siendo un buen mormón pese a este «problema».
Para armonizar mi sentimiento religioso y mi sexualidad, empecé sesiones particulares y grupales con un terapeuta al que iban muchos chicos mormones y gais como yo. De hecho, él también era mormón y gay, pero estaba casado con una mujer. En teoría, debía ser un ejemplo para nosotros. En las sesiones grupales, los chavales nos reuníamos con él para hablar de las dificultades de ser mormones con SSA (same-sex attractions o «atracciones hacia el mismo sexo»). Rechazábamos la palabra gay porque no queríamos vivir ese tipo de vida.
El ideario de este grupo, que no trabajaba directamente para la iglesia, sino que era independiente, consistía en que nuestros sentimientos homosexuales eran aberraciones de la naturaleza y que se podían quitar. Nos decían que si llegábamos a sentirnos masculinos de verdad, las atracciones hacia los hombres desaparecerían y las atracciones hacia las mujeres volverían. Decían que todo esto tenía su raíz en la infancia e intentaban indagar en las relaciones con padres, hermanos y amigos que explicaran nuestra falta de autoestima y de masculinidad. Negaban la causa real de nuestro dolor: la falta de aceptación de nosotros mismos y vivir en entornos homófobos.
Estas sesiones me condujeron a reuniones de otros grupos asociados que tenían convivencias de exgais, donde usaban todo tipo de «terapias» que, según ellos, nos ayudarían a superar estas atracciones. Por ejemplo, usaban el cariño físico para desexualizar el contacto con otros hombres, para intentar ver a los hombres como hermanos en vez de parejas potenciales. En otra convivencia usaron la desnudez para que nos acostumbráramos al cuerpo masculino como algo normal, como los chicos que ves en el vestuario de un gimnasio, en vez de un objeto sexual. En esa época estaba convencido de que estas prácticas me ayudarían, pero ahora veo que eran mentira y tan solo retrasaban mi proceso de aceptación.
La primera vez que vine a España fue para visitar a un compañero de estos grupos que era de Alicante. Más adelante, cuando había aprendido mejor el idioma, volví en 2016 para estudiar un semestre en Alcalá de Henares, gracias a un acuerdo de mi universidad estadounidense.
Durante aquella época, echaba de menos los grupos y las terapias de conversión, sintiéndome solo y débil a nivel espiritual. Para rellenar ese vacío, empecé a frecuentar un grupo para adictos al sexo que seguía el formato de Alcohólicos Anónimos. Yo no compartía los mismos problemas que ellos, pero aún creía que mi atracción por los hombres era parte de una adicción que tenía que curar y con ellos me sentía cómodo. Durante esos meses, lejos de Utah y de mi familia, intenté hablar con algún chico por Tinder o Grindr, pero me faltaba valor para llegar más allá de la conversación. El miedo y la vergüenza no me dejaron superar la soledad intensa que sentía en todo momento.
La vuelta a Utah después de mi primera breve estancia en España fue aún más dura y empecé a perder el control que había mantenido durante tantos años. Salía con chicos de Tinder solo para bloquearlos en todas las redes al día siguiente, abrumado por mi culpa, y luego empezaba el ciclo con otro. Despreciaba a los gais que vivían su vida fuera de la iglesia. Creía que yo era más fuerte porque no había caído en esa trampa, la promesa engañosa que lanzaba el mundo de que teníamos que ser «nosotros mismos» a toda costa.
Un día hablé por teléfono con un compañero de mi grupo en Madrid. Le conté con un tono de desprecio y superioridad que un amigo había dejado la iglesia para vivir con su novio. Le expliqué que si yo tuviera novio, nunca podría tener una posición igual a la de los miembros heterosexuales en la iglesia: siempre sería un miembro de segunda clase. No podría ser un líder, ni enseñar ni nada, porque no estaría siguiendo las normas.
Este compañero, que no era mormón, me contestó: «Pues no creo que la iglesia de un Dios que ama a todos igualmente haya creado una organización con tanta desigualdad». Esa pequeña frase fue la clave para mí y, desde ese momento, todo empezó a cambiar.
Había pasado toda mi vida sirviendo a un Dios con una iglesia que me despreciaba. A pesar de eso, no me había ido de allí. ¿Por qué era tan masoquista? El dolor y la soledad que me atormentaban no se iban ni con las mejores terapias ni con las oraciones más fuertes, porque era un juego que nunca podría ganar. Para hacerlo, tendría que romper las reglas y dejar de jugar completamente. Empecé a pensar de otra manera en mi amigo que lo había dejado todo para estar con su novio: tenía envidia y quería amar a alguien tanto como para hacer algo tan valiente. Y ya estaba harto de estar tan solo.
En ese momento, aún no había roto del todo con la iglesia. Pero antes de regresar a España, donde vivo ahora, tuve que esperar mi visado, así que me mudé a Kentucky para vivir con mis padres. En el trayecto largo de coche desde Utah a Kentucky, tuve el valor de contárselo a mi madre: «Me estoy planteando salir con chicos y quiero que lo sepas». Ella asintió, pero no hablamos más del tema.
Durante esos meses de espera, me puse a conocer chicos gais de la zona, no para follar, sino para salir, conocer y tener amigos. Cuando volvía de mis citas, me di cuenta de que, o bien salir con chicos no era pecado, o bien ese concepto de pecado con el que había vivido toda mi vida no existía porque no me sentía mal y me pareció lo más natural del mundo. Fue un proceso muy largo, pero necesario y duro. Dejé de orar. Dejé de leer la Biblia. Dejé de pedir perdón por pecados que no existían. Me di cuenta de que no necesitaba nada de todo eso y que eran cadenas que me ataban.
Cuando me instalé en Madrid comprendí que era la oportunidad perfecta para empezar de nuevo y recrear mi vida como yo la quería. Al principio me enamoraba de cualquier chico que me hablaba y todo me parecía nuevo y excitante, pero a la vez tenía mucho miedo. Quería conservar alguna parte de mi existencia como mormón y esas mentalidades enfermizas sobre la sexualidad y la orientación sexual no se quitarían tan fácilmente. Me llevé muchas decepciones en los primeros meses, pero poco a poco hice amigos que me ayudaron a adaptarme y aprendí a ser el tipo de persona que quería ser yo.
Madrid ha sido el lugar perfecto para normalizar mi homosexualidad y quitarme la homofobia reprimida que había ido acumulando durante años. Aquí nunca me he sentido raro o diferente por ser gay y nunca he tenido que salir del armario, porque mi orientación era una parte integral de mí. Recuerdo las primeras veces que salí por los bares y las discotecas de Chueca. No podía creer que hubiese tanta gente como yo y no entendía cómo vivían con tanta libertad.
Antes hacía lo que una buena persona haría porque me sentía obligado, o para evitar algún castigo. Creía que siendo bueno Dios me daría algún premio o me quitaría la maldición de la homosexualidad. Ahora quiero serlo porque es como quiero ser, nada más, y siento que tengo la motivación más pura y más fuerte para ser el mejor Christopher que exista. Además, veo que ser homosexual es un punto fuerte que me ha permitido conocerme mejor a mí mismo y me ha dotado de más empatía y amor hacia las personas que no se ajustan a la norma.
Hoy tengo la libertad de hacer lo que me apetece de verdad. En lugar de estar en una guerra constante conmigo mismo, he dejado de luchar y he abandonado el campo de batalla para vivir en paz. No tengo miedo a ser quien soy y, cuando miro atrás, a cómo pensaba y actuaba antes, estoy agradecido por haber vivido todo eso para ser quien soy.
Al final, no puedes elegir tu naturaleza, pero sí que puedes elegir cómo respondes a ella. No cambiaría la libertad que tengo hoy por nada del mundo. Incluso he vuelto a compartir mis sentimientos en redes sociales, pero ya no explicando que es posible ser mormón pese al «problema» de la homosexualidad, sino celebrando el nuevo Christopher que está libre. Así lo conté en el siguiente hilo de Twitter, que tuvo mucha repercusión.
Mis amigos y familiares, cuando vienen de visita, comentan lo feliz que parezco. Además, no soy el único que se ha liberado: varios amigos de mis grupos de terapia han hecho lo mismo y ahora gozan de la misma libertad. Es más, me han contado que uno de mis terapeutas, que estaba casado con una mujer y trabajaba para convertirme en heterosexual, ahora vive feliz con su novio. Las vueltas que da la vida.
A veces pienso en lo que me diría a mí mismo cuando era niño, y es lo mismo que quiero decir a cualquiera que lea esto: eres perfecto como eres; no eres un error. Te van a decir que hay partes de ti que son malas y que no valen, pero es mentira. De hecho, un día, esas partes que te dan vergüenza son las que te harán fuerte y único. No estás solo y las personas (y los dioses) que valen de verdad te querrán siempre, independientemente de cómo seas o a quien ames.