Quienes creen en un dios muchas veces piensan que los demás están atrapados en la oscuridad y la soledad, cuando es todo lo contrario.
A mí me enseñaron a odiar a los ateos. Mi mamá está convencida de que Dios, el católico, le ha salvado la vida en varias ocasiones y por eso desde pequeño me educó en la fe. Cuando entré a la adolescencia y presintió que estaba sintiendo una peligrosa curiosidad por la intelectualidad crítica de todo, incluyendo la religión, fue muy clara: “Lee lo que quieras –me dijo–, pero nunca vayas a leer a esos ateos. El demonio es muy elocuente”.
Lo curioso es que le hice caso. Me parecía razonable dudar de todo, menos de Dios. ¿Para qué? Si él era compañía, propósito; la promesa de que sin importar lo perverso que fuese el mundo, lo mal que me estuviese yendo en la vida, todo iba a mejorar eventualmente. O por lo menos tener un sentido. Me daba comodidad poder cerrar los ojos y rezar cada vez que tenía miedo.
Sin embargo, la curiosidad intelectual no censurada terminó, paradójicamente, chocándose con los ateos. Me imagino que todos los caminos de la crítica llevan a Dios.
Leer sobre diversidad sexual y discriminación; aprender sobre aborto y derechos de las mujeres; conocer la historia de una Iglesia a la que no le tembló la mano para instrumentalizar la Biblia como excusa política para perseguir a quienes desafiaran su poder, todo eso me llevó a leer autores ateos.
Para mi sorpresa, el demonio no solo era elocuente, sino bondadoso, razonable y profundamente empático.
En vez de encontrarme con defensas de la decadencia y la maldad (como me había prometido mi mamá), la pregunta esencial de los pensadores del ateísmo es una muy difícil: si quitamos de la ecuación a un dios que nos dé sentido, e incluso cuestionamos la misma idea de tener un propósito para nuestra existencia, ¿cómo justificamos que estemos aquí? ¿Cómo lidiamos con la sensación de vacío que todos cargamos? ¿Cómo construimos referentes morales para no destruirnos, para convivir? ¿Cómo respetamos la diferencia, cómo la entendemos? ¿Cómo enfrentamos las tensiones del diario vivir sin respuesta preconcebidas que muchas veces son insuficientes?
El periodista César Augusto Londoño escribió hace poco que “el ateo es un ser desamparado y desolado”. Por el contrario, el ateísmo lo que invita es a enfrentar la realidad sin paliativos; re-conocer que la existencia es una tragedia, que es muy probable que no tengamos un sentido trascendental y que estamos condenados a las limitaciones de nuestro mundo imperfecto y de nuestros cuerpos que están diseñados para irse descomponiendo hasta llegar a la inevitable muerte. Buscar la belleza ante todo eso.
Lo escribió mejor Stanley Kubrick: “La verdad más aterradora sobre el universo no es que este sea hostil, sino que es indiferente; pero sin importar la vastedad de la oscuridad, debemos proveer nuestra propia luz”.
Cuando necesito refugio, ya no rezo, sino que vuelvo a las preguntas de Tim Minchin: “¿Acaso no es esto suficiente? ¿Este mundo? ¿Este bello, complejo, maravilloso e insondable mundo?”. Y contesto: sí, es suficiente, y agradezco en silencio que dejé de odiar sin razón a los ateos.
Juan Carlos Rincón
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