El debate sobre la conveniencia de diseñar unas navidades laicas es tan complejo como pasional
En 1905, Francia fue poseída fuertemente por el laicismo. No sorprendió. Desde la izquierda hasta los republicanos más ortodoxos, se lanzaron propuestas para que cualquier manifestación religiosa desapareciera de la vida pública. Debía sucumbir la religión frente al Estado. Como consecuencia también la Navidad se puso en cuestión. Era necesario volver al principio de los tiempos porque en origen, ese tiempo ‘robado’ por la Iglesia para celebrar el nacimiento de Jesús no era más que una fiesta pagana en la que se conmemoraba el renacimiento del sol, el solsticio de invierno. Poco tiempo después, y como ejercicio iniciático llamado a perpetuarse, los comunistas franceses institucionalizaron las Nöels rouges, Navidades rojas, en un intento de festejar el milagro de los ciclos vitales a los que estaba sometida la naturaleza. Sin embargo, tan pasional movimiento no fue mucho más lejos de mediados del siglo XX. Aun así, en Francia el debate sobre el contenido que da sentido a la Navidad sigue abierto. La República, ejemplo de laicismo, mantiene viva la controversia sobre la Navidad. ¿Es lícito instalar abetos adornados y luminosos en sitios públicos? ¿Y nacimientos? ¿Y esperar la llegada de Papá Noel? ¿Son todos ellos símbolos religiosos? ¿Son paganos? ¿Qué son?
El debate sobre la conveniencia de diseñar unas navidades laicas es tan complejo como pasional. No puede resumirse, como pretenden algunos imbuidos de una especie de tolerancia deformada, en el cambio de nombres en algunas canciones para borrar atisbos de catolicismo. No es serio. Como tampoco lo es sustituir las referencias cristianas por otras paganas bajo el argumento de no herir las susceptibilidades de otras religiones, como si el paganismo no fuera a ofender profundamente a otros creyentes. Son iniciativas demasiado simples y poco consistentes. Insisto, por lo tanto, en que el asunto tiene mucho más recorrido que el que se pretende.
Una escuela laica supone la existencia de un Estado laico, algo que España, a estas horas, no lo es. La no confesionalidad constitucional no obliga a la desaparición de las religiones de la escuela pública, todo lo contrario, empuja a considerarlas. Por contra, la laicidad lleva a no admitir la religión como argumento para subrayar singularidades varias. La escuela laica, y en Francia lo saben muy bien, no admite símbolo religioso alguno e, incluso, cuestiona hábitos cotidianos de determinadas confesiones.
No carece de interés, en absoluto, el debate sobre la escuela laica, como tampoco lo es el de la construcción de un Estado laico. Lo que hay que tener en cuenta es si estamos preparados para ello con todo lo que un asunto de esas características supone. No es fácil.
Otra cosa muy distinta es alterar la tradición para no ofender cuando en el fondo el resultado puede ser mucho más ofensivo que el punto de partida. Una simplicidad ridícula y nada divertida.
Imanol Villa
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