Con el “problema catalán” en el trasfondo y posiciones políticas al respecto no esclarecidas en el terreno que le es propio, han ido apareciendo en este boletín diferentes artículos de opinión, que han querido justificar posiciones políticas contrarias y descalificadoras de todo “nacionalismo” (tan legítimas como cualquier otra) tratando de fundamentarlas en los principios del laicismo (recurso y argumentos bastante menos legítimos).
Valgan como botón de muestra los artículos “El laicismo nacional como respuesta al suicidio de las democracias”, de Carlos Hugo Preciado Domènech (fuente: mientras tanto · 2 noviembre, 2014), “El equívoco del nacionalismo y la laicidad”, de Jesús Royo Arpón (La voz libre: 2 febrero, 2015), o “Laicismo y nacionalismo”, de Andrés Carmona Campo (fuente: Filosofía en la Red · 31 enero, 2016; y desde otra perspectiva, pero en confluencia discursiva, el más reciente “Nacionalismos, sentimientos y razón”, de José María Agüera Lorente (7 octubre, 2017).
En ellos aparecen toda una serie de conceptos que abundan en la confusión sobre lo que es o deja de ser el principio mismo de la laicidad. Si ya no es muy apropiado hablar de “laicidad religiosa” (la laicidad hace referencia al Estado y a sus instituciones, no a las propias religiones), menos es derivar de ella la necesidad de una “laicidad nacional” que, además de asimilar cosas de diferente rango, se concluye en un laicismo opuesto y negador de todas y cada una de las identidades que conforman a los individuos y a los colectivos sociales. No muy lejos de esas concepciones, se sitúan otras emparentadas con el más puro idealismo, situando como base del laicismo a un supuesto “sujeto trascendental”, “individuo” o “ciudadano”, fuera de toda determinación social e histórica, aislado de cualquier identidad individual y connotación cultural y, según parece (acorde con la teoría liberal del “contrato social”), anterior y previo a su inserción en un ámbito social y político. Es decir, se remiten a sujetos, individuos y ciudadanos realmente inexistentes. Tampoco es muy atinado oponer la “universalidad” de la “razón” (supuesta base de las leyes) a la “particularidad” de los “sentimientos” (“nacionales”, en este caso).
Pero, centrándonos en el tema que nos interesa, es necesario precisar que plantear la relación entre “nacionalismo y laicismo” es en sí mismo un falso “problema”, porque estamos hablando de cosas y perspectivas diferentes, aunque ambas pertenezcan al ámbito de la política. Por tanto, las preguntas y posibles respuestas en un campo determinado no pueden proyectarse, a no ser “ideológicamente” (en el peor de los sentidos), a otros ámbitos, en los que rigen principios, orígenes y enfoques diferenciados.
En el caso que nos ocupa, el equívoco fundamental consiste en una extrapolación ideológica de planos, que tiene su origen en una posición política apriorística (y abstracta) sobre el “problema nacional”. Aunque sería mejor hablar en plural, puesto que en la historia y en el presente tanto el elemento “nacional” como el papel que juega en un contexto político determinado pueden ser y han sido de carácter muy diverso. La referencia espuria al “laicismo”, como arma arrojadiza ideológica contra “los nacionalismos” (englobados en un abstracto aún más amplio y difuso como los llamados “comunitarismos”) no debería tener lugar en un debate serio y riguroso sobre el principio democrático de la laicidad del Estado y sus instituciones.
Una cosa es la configuración histórica o actual de un Estado, es decir, de una comunidad política organizada bajo las mismas leyes, siempre sobre la base de la soberanía popular, cuya legitimidad puede discutirse desde sus propias bases y motivos, pasados o presentes. Otra muy diferente, un principio democrático como es la laicidad (respeto a la libertad de conciencia, … que supone igualdad de derechos con independencia de creencias, convicciones e identidades) exigible a todo estado, cualquiera que sea su origen histórico, configuración territorial y formas de relación con otros estados (federación, confederación, acuerdos o uniones económico-políticas, etc.). Efectivamente, dado un Estado que se titula a sí mismo “democrático y de derecho”, el principio de laicidad de ese Estado y la igualdad de derechos, exigen que éstos no se vean discriminados por ningún referente particular (religión, etnia, sexo, … o cualquier otra identidad personal o colectiva).
En segundo lugar, justamente el principio de laicidad, en cualquier ámbito de su aplicación, no se opone ni niega las diversas identidades que habitan en los individuos y en los colectivos sociales: la sociedad civil es plural y está formada no por individuos aislados sino formando parte de plurales entidades y relaciones sociales. Lo que afirma es que, precisamente para la defensa y preservación de las identidades personales (libertad de conciencia), la dimensión o identidad común como ciudadanos es la base imprescindible para disfrutar, en condiciones de igualdad, de los mismos derechos y deberes, individuales y colectivos (ni privilegio, ni discriminación); y de ahí, la exigencia de neutralidad de los espacios públicos y comunes (las instituciones del Estado, los servicios públicos, …).
Cosa muy distinta, y que no puede eludirse ni desde el laicismo -ni desde la defensa del conjunto de los derechos civiles y democráticos- es la posición pública y nítida ante una situación política concreta en la que esos derechos (incluida la libertad de conciencia, que lleva aparejada la de expresión, y muchos otros derechos civiles …) se vean conculcados.
El problema, aquí y ahora, es si ante las medidas represivas (políticas, judiciales, policiales, …) llevadas a cabo desde los poderes centrales y las aún más duras que se han anunciado, amenazando no solo a cargos e instituciones de Cataluña, sino a muchos ciudadanos de a pie, con medidas de verdadera excepción, son o no admisibles por personas y organizaciones que se reclaman de la defensa de los derechos democráticos, por encima de las justificaciones “legales” en que se pretendan amparar tales atropellos.
En todo caso, el laicismo, ligado desde su origen al conjunto de derechos civiles y democráticos republicanos, nunca puede servir de coartada para inhibirse ante situaciones de grave quebranto de esos derechos (que nos retrotraen a tiempos negros anteriores). Menos aún ser utilizado él mismo como justificación moral y política de hechos inadmisibles desde cualquier posición política sobre lo “decidible” (y, por tanto discutible); siempre que esas posiciones partan de que el respeto a los derechos fundamentales (“no decidibles”, a la altura de nuestra civilización y los DDHH proclamados) y el principio básico de toda democracia (respeto a la soberanía popular en cada ámbito), no se vean sometidos a la arbitrariedad de ningún gobierno ni de sus “leyes”.
Fermín Rodríguez
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