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¿Dejaría la salud y la educación de su hijo en manos de un ateo?

Los cuestionamientos del exprocurador general de Colombia Alejandro Ordóñez al ministro de Salud, por no creer en Dios, reviven temores de una mezcla peligrosa entre religión y política que se consideraba parte del pasado.

En una sociedad que valora la religión y que es en su mayoría creyente, un discurso maniqueísta como el de Ordóñez atiza la hoguera de la polarización, al mejor estilo del predicador Savonarola en la Italia del siglo XV.

El país atraviesa por una profunda polarización que vuelve rentable el discurso religioso con fines electorales.

Hace unos días el ministro de Salud, Alejandro Gaviria, declaró en una entrevista a Noticias Caracol su condición de ateo. Casi de inmediato Alejandro Ordóñez salió a acusarlo de promotor de la cultura de la muerte por no creer en Dios, le pidió renunciar y le preguntó a los colombianos: “¿Dejaría usted la salud de su familia y la educación de sus hijos en manos de un ateo?”.

Las palabras del exprocurador causaron un gran debate en los medios y las redes sociales. Periodistas, opinadores y caricaturistas las calificaron de sectarias e incluso representantes de la Iglesia católica mostraron su descontento. “Las declaraciones de Ordóñez son muy poco felices y contrarias a la postura oficial de la Iglesia que se encuentra consignada en el Concilio Vaticano II y ‘Dignitatis humanae’, en la que queda claro que toda persona tiene derecho a tener una religión o no y que por ello no puede ser discriminada”, le dijo a SEMANA el padre Carlos Novoa, jesuita, profesor titular y doctor en ética teológica por la Universidad Javeriana.

Lo normal sería que la arremetida de Ordóñez contra el ministro de Salud quedara como una salida en falso. Sin embargo, el exprocurador hizo sus declaraciones en una sociedad en la que, según datos del Barómetro de las Américas, el 74 por ciento de su población se declara católica, el 11 por ciento protestante, evangélica o pentecostal y tan solo el 0,9 es atea, y en la que para el 66 por ciento la religión es un aspecto muy importante en su vida. Por lo tanto las palabras de Ordóñez pueden recoger el sentimiento de buena parte de los colombianos y tener efectos políticos por cuenta de las ideas religiosas.

El codirector del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes Miguel García Sánchez afirma que el discurso de Ordóñez resuena en medio de una sociedad muy conservadora, en la que temas como el ateísmo y los derechos sexuales y reproductivos causan recelo. “Si nos fijamos bien, los triunfos de la comunidad LGBTI en torno a sus derechos se han dado a través de fallos judiciales en los que una minoría progresista de jueces, en contravía a lo que piensa la mayoría de los colombianos, considera que esta población debe tener los mismos derechos que los demás”, explica García. Un ejemplo concreto fue el fallo de la Corte Constitucional que permite adoptar niños a la población LGBTI, ante el cual la senadora Viviane Morales impulsa un referendo en el que, si prospera, las mayorías revisarían la decisión del Alto Tribunal.

Colombia se convirtió en Estado laico hace apenas 26 años, con la Constitución de 1991. Eso significa que la separación entre religión y Estado todavía es débil porque aún se siente la inercia de muchos años de Estado confesional. Esta realidad se ha visto en procesos recientes, como la controversia sobre las cartillas escolares cuestionadas por supuestamente promover una ideología de género. Muchos criticaron a la ministra de Educación anterior, Gina Parody, por estar en contra de la “ley de Dios”.

Por todas estas razones un discurso basado en la religión, como el de Ordóñez, puede tener eco en “un nicho de población que no es pequeño y que simpatiza con sus ideas”, explica José David Cortés, profesor de la Universidad Nacional y experto en historia de las religiones.

Además hizo estas declaraciones en un momento en que el país atraviesa por una profunda polarización que vuelve rentable el discurso religioso con fines electorales. El proselitismo de pastores evangélicos que utilizaron argumentos de fe para hacer campaña por el No en el plebiscito es una muestra de ello.

En cualquier Estado de derecho, las libertades de pensamiento y religión están garantizadas. Pero una cosa es que haya libertad de cultos –reforzada en la Constitución del 91- y otra, muy distinta, que se confundan las creencias religiosas con las normas legales. Los credos son personales, mientras que las leyes son universales. La religión no puede estar por encima de la ley en una democracia. Y las creencias minoritarias tienen las mismas garantías que las religiones que profesan las mayorías. Lo criticable de Ordóñez es confundir estos principios fundamentales, como queda en evidencia en su ataque al ministro de Salud.

Ya hay quienes asimilan el discurso del exprocurador al de personajes que se suponían superados por la historia, como monseñor Miguel Ángel Builes, quien en los años cuarenta atizaba desde el púlpito el conflicto entre liberales y conservadores cuando les decía a sus feligreses que ser liberal era pecado. El padre Novoa afirma que “tanto Ordóñez como algunos sectores que se dicen católicos –pero que van en contravía de la doctrina de la Iglesia– y grupos protestantes, con esas actitudes intransigentes e irrespetuosas están cultivando la agresividad que le puede abrir la puerta a esa virulencia política vivida en el conflicto liberal-conservador de mediados del siglo pasado en Colombia”.

En una sociedad que valora la religión y que es en su mayoría creyente, un discurso maniqueísta como el de Ordóñez atiza la hoguera de la polarización, al mejor estilo del predicador Savonarola en la Italia del siglo XV. Muchas personas que profesan el catolicismo o alguna versión evangélica no votarían por un candidato que abiertamente declare que no creer en Dios. Casos se han dado. En las elecciones presidenciales de 2010 Juan Manuel Santos jugó esta carta al decir “tengo lo que no tiene Mockus: creo en Dios”, y puso en aprietos al entonces candidato del Partido Verde. Este para no perder electores tuvo que afirmar: “Yo soy católico, fui acólito y casi soy sacerdote (…) una cosa es no ir a misa y otra es ser ateo”. Incluso en la actual etapa preelectoral y a raíz de las declaraciones de Ordóñez contra Gaviria, Sergio Fajardo se enredó al responder en una entrevista si era ateo, y algunos posibles precandidatos presidenciales que hablaron con SEMANA expresaron su preocupación por los problemas que les podría traer electoralmente confesar que no creen en Dios.

Un argumento político basado en doctrinas religiosas podría poner en peligro los derechos de sectores minoritarios como el LGBTI. El triunfo de una propuesta de esa naturaleza se convertiría en un retroceso en el que la vida privada y pública volverían a fusionarse y significa “retornar a un modelo integrista o integralista de la sociedad, en donde todos los aspectos de la vida (públicos, privados, legales, morales, educativos, etcétera) están atravesados por el factor religioso. A medida que ese discurso vaya tomando fuerza se ve con claridad cómo la sociedad liberal y sus principios entran en declive”, explica Cortés.

Es esperable que los políticos exploten los sentimientos religiosos de los votantes. Pero los excesos pueden ser peligrosos porque permiten alimentar el sectarismo y atropellar los derechos de las minorías. Y ese tipo de violencia moral forma parte de una página que el país parecía haber pasado hace rato.

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