El retrato de Ratzinger vestido con uniforme de las juventudes hitlerianas nos traslada a una época donde la religión se imponía a sangre, fuego, porrazo en las costillas y ficha de «subversivo» en tenebrosas brigadas policiales.
En aquellos tiempos, el Papa firmaba acuerdos con Hitler y los obispos levantaban el brazo al son del Cara al sol o al paso de Franco cuando regresaba de firmar su lote diario de penas de muerte.
Mientras, los demócratas yacían con los huesos quebrados en celdas sin luz o fosas sin nombre. A los obispos tan sólo les restaba besarse en la boca con los jerarcas fascistas y nazis… aunque ¡quién sabe!
Por todo lo anterior, resulta vomitiva la tergiversación rouconiana, según la cual Hitler es, nada menos, que un producto del laicismo, es decir, consecuencia del respeto a todos los credos pacíficos y a la diversidad ideológica… Pero, señor Rouco, ¿tan mal andan ustedes de feligreses para tener que recurrir a semejantes disparates y embustes?… tal vez si probaran a cumplir el Evangelio les iría mejor.
Además, este nuevo latiguillo de Rouco no sólo es mendaz, sino que podría ser constitutivo de delito.
A salvo la presunción de inocencia, que debe amparar al cardenal-arzobispo, el artículo 525, 2 del Código penal determina: “En las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o por escrito, de quienes no profesen religión o creencia alguna”.
Según la doctrina y la jurisprudencia, el elemento objetivo del “escarnio” equivale semánticamente a “befa tenaz que se hace con el propósito de afrentar”; y “befa” es la “grosera e insultante expresión de desprecio” (26 de noviembre de 1990, LA LEY JURIS 1724-JF/0000).
El elemento subjetivo del delito penado y previsto en el 525,2 del Código penal lo constituye la intención de escarnecer, es decir, el “animus injuriandi” o propósito deliberado de ofender (25 de enero de 1983, LA LEY JURIS 7534-JF/00 y otras fuentes jurisprudenciales).
Me pregunto si cabe una ofensa más profunda que imputar el origen del nazismo a quienes no practican ninguna religión, a los hombres y las mujeres que toleran cualquier credo ejercido pacíficamente, pero que no están dispuestos a alinearse con imposiciones dogmáticas.
Por otra parte, urge enfatizar que el mismo Hitler no era laico. Cuando Rouco intenta confundir el laicismo con los postulados hitlerianos miente. Y miente con clara conciencia de su falsedad, pues Adolf Hitler profesaba una religión, un credo extraño y de tintes racistas. Pero creencia, a fin de cuentas, que inspiró sus atrocidades. Así, una vez más la religión se encontró en el origen de guerras y sufrimientos.
Hoy, la iglesia católica, podrida en el desprestigio, busca desacreditar a quienes no suscriban sus dogmas. No debe extrañarnos Poco más pueden hacer ya.
Gustavo Vidal Manzanares es jurista y escritor