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Representacionitis

Dice la Constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal” (Artículo 16.3). No parece una frase complicada. Sujeto, verbo y predicado. Sin embargo, visto el comportamiento de ciertas autoridades políticas, parece que la oración es más complicada que una coma de la Fenomenología del Espíritu de Hegel. Inaudito que personas con carreras universitarias, máster y doctorados varios, tengan tanta dificultad para comprenderla. Porque, si de algo se enorgullecieron quienes redactaron el texto constitucional, fue de su claridad y exactitud conceptuales. Lo típico de cualquier código normativo y regulativo.

Y, sin embargo, ni el jefe del gobierno, ni sus ministros, ni presidentes de comunidades autónomas, ni sus consejeros, ni, tampoco, alcaldes de ciertos pueblos y ciudades, han dado hasta la fecha pruebas inequívocas de haberla comprendido. Y de los militares, mejor no hablar.

Hay quien piensa que, quizás, la frase se haya llenado de un contenido que quienes la redactaron no repararon en sus consecuencias pragmáticas. O que nadie llegaría a tomársela en serio como así ocurre con tantos artículos constitucionales. Tanto que ha llegado un momento que ciertos políticos de hoy consideran que lo mejor sería borrarla de la Constitución. Pues, para el caso que le hacen en la práctica, sería lo mejor… para ellos…

Otros, ante el cariz que ha tomado el asunto, piensan que, más que un problema de incomprensión lectora, se trata de una enfermedad política contra la que, de momento, no existe remedio farmacológico que atempere su fiebre y, menos aún, erradique su contagio. Añaden que su cuadro clínico se contempla por igual en las izquierdas como en las derechas. Que estamos ante una enfermedad, más que cíclica sistémica, padeciéndola por igual políticos del PSOE como del PP y Ciudadanos. ¿Y Podemos? Digamos que, de momento, parecen estar en cuarentena. Como la alcaldesa de Madrid que tan pronto da una cal como otra de canto confesional.

Esta enfermedad se conoce con el nombre de representacionitis aunque hay gente que prefiere llamarla usurpacionitis.

Los expertos la describen como un tipo de inflamación a la que se ve sometido el yo de quien se considera representante de las ideas y sentimientos, necesidades e intereses de los demás, a pesar de que estos no hayan cedido a nadie dicha representación. Uno de los síntomas más alarmantes de esta hipertrofia del yo la padecen algunos alcaldes, que les lleva a asistir a procesiones y liturgias de carácter confesional católico en honor de un santo patrono y que ello lo hacen como representantes de la ciudad.

Algunos, tan ingenuos como voluntariosos, llevan tiempo buscando la posible cura de esta esta enfermedad, pero de momento no han encontrado su antídoto. Entre que muchos de sus enfermos se resisten bravamente a curarse y a la repugnancia que les da aceptar que están cometiendo un error garrafal, el virus sigue ahí, vivo y contagiando.

Hay quien señala que lo que estos enfermos necesitan es una buena inyección de realismo, ya que el fondo patógeno de su neura tiene que ver con ciertos delirios de grandeza carentes de cualquier base empírica.

La alucinación más común que sufren estos políticos se da cuando se creen, ilusamente, que son representantes vitalicios de la ciudanía, cuando no son más que largas manos del Estado y, por derivación, de un Gobierno nacional o Ayuntamiento local. Han olvidado que representan a instituciones estatales que son no confesionales, pero no a los ciudadanos, que es un paisaje caótico y plural donde, como en botica, hay de todo: desde ateos, deístas, musulmanes, protestantes, mormones, testigos de Jeová, católicos y demás compuestos confesionales o no.

Quienes padecen la enfermedad de la representacionitis han olvidado que los ciudadanos se bastan a sí mismos para presentarse y representarse en cualquier ámbito de la vida, sea este de la naturaleza que sea.

Aunque les cueste, dada la hipertrofia de su ego, los políticos deberían pensar que ni ideológica, ni política, ni social, ni económica, ni religiosamente, pueden ocupar mediante representación alguna el lugar identitario de los demás.

Ningún individuo representa la pluralidad de la sociedad aunque aquel sea jefe de gobierno, presidente de nacionalidad histórica o alcalde de una ciudad con patronos ilustrísimos. Solo los dictadores se han atrevido a defender tal disparate.

Los políticos solo representan al Estado, pero el Estado no son los ciudadanos. Y si el Estado es no confesional, sus instituciones, también, lo son.

Una autoridad política, caso de la alcaldesa de Madrid, que asiste a una procesión religiosa, incumple su deber constitucional como representante no confesional de dicho Estado. Es incongruente. El delito que está cometiendo es ir contra la propia naturaleza no confesional del Estado, por el que ha sido nombrada autoridad política.

Ese es el dato fundamental. Y tendrían que ser las propias autoridades del Estado quienes la llamaran a capítulo constitucional. En cuanto esas autoridades actuasen, seguro que las autoridades políticas dejarían definitivamente de padecer esa enfermedad egocéntricas de la representacionitis.

Solo hay un problema: ¿cuándo y cómo actuarán tales autoridades del Estado si ellas mismas están aquejadas por la misma enfermedad que padecen sus fámulos? ¿Ha visto alguien a algún Juez llamar a declarar a un alcalde por asistir a una procesión religiosa, en cuerpo de ciudad, contraviniendo por tanto el artículo referido de la Constitución? Pues eso.

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