Se pierde en el origen de los tiempos el precepto, que ha marcado la historia de Occidente, de la relación indisoluble entre la divinidad y el poder político. El poder proviene de Dios, según la dogmática cristiana medieval, y ese poder se manifiesta en el líder de la Iglesia, el Papa, que representa al “poder espiritual”, y en el rey, que representa el “poder temporal”. Cruz y espada, altar y trono. Se puede resumir de esta manera, muy grosso modo, el ideario tras el cual se ha movido el poder y su uso y abuso político en los últimos veinte siglos en Occidente.
Entre ellos se lo guisaban, y se lo guisan, y entre ellos se lo comían, y se lo comen. Y el pueblo llano a obedecer, a callar, a pasar por el duro valle de lágrimas a la espera de la recompensa post mortem, y con eso y un bizcocho hasta mañana a las ocho. Bueno, y que no se pasaran un pelo, que la Santa Inquisición tenía unas hermosas hogueras y unos siniestros y afilados instrumentos de tortura, junto con el concepto de herejía, para asegurarse de que nadie dijera ni “mu”, que hasta ahí podíamos llegar. Que los diezmos eran, y son, sagrados. Ahora no hay hogueras, dios nos libre, pero a cambio tenemos encima la Ley Mordaza. Tampoco han cambiado mucho las cosas.
Pero llegó el siglo XVIII y los franceses, hartos de pasar hambre entre reyes absolutos que vivían entre oros y diamantes, se levantaron contra el poder. Y nacieron, con el trasfondo de la Ilustración, los derechos civiles, y se contempló la idea de que las personas eran algo más que esclavos al servicio del rey y de Dios. Y empezaron a nacer las primeras democracias modernas; las antiguas, las de Grecia y Roma, eran ya pasado remoto y, por supuesto, una blasfemia pagana. Y después llegó Carlos Marx diciendo aquéllo de que “la religión es el opio del pueblo”.
Sería impensable la modernidad sin los valores humanistas, que reflejan la independencia de las personas del sometimiento al poder divino, de libertad, igualdad y fraternidad; justamente los valores contrarios de sumisión, obediencia, jerarquía y tiranía que propugnan los idearios religiosos. Y sería impensable también la modernidad sin el respeto a los derechos humanos que la Carta Magna de 1.948 pretendió expandir como defensa de la dignidad humana, colectiva e individual, derechos que, por cierto, no han sido refrendados por un único Estado europeo, el Vaticano. Por algo será.
El pasado martes los actuales reyes de España, la nueva generación de monarcas que supuestamente representan la evolución de una institución tan rancia como obsoleta, se reunieron con los altos cargos de la Iglesia católica en España en la sede de la CEE, Conferencia Episcopal Española. Como en los viejos tiempos, a pesar de los pequeños atisbos del nuevo rey de respeto al laicismo constitucional, parece que la vieja y arcaica alianza entre la monarquía y la Iglesia, es decir, el poder divino y el terreno, continúa igual de ensamblada que en los siglos de oscurantismo medieval y teocrático.
El señuelo era la celebración del cincuenta aniversario de la creación de esta sede principal de la Iglesia católica en España, donde se reúnen los obispos y que es la delegación directa del Vaticano en nuestro país, ahí es nada. El rey, en su discurso en el acto mencionado, ante un centenar de obispos y arzobispos, como muestra de la adhesión de la monarquía a la Iglesia, afirmó que “los españoles debemos reconocer y agradecer a la Iglesia la intensa labor asistencial que desarrolla”. Ahí queda eso! Como en la Edad Media, repito.
Y es que quizás a su majestad le convenga acercarse a otras fuentes de información distintas a las “tradicionales”, para constatar que esa manifestación quizás no tenga un correlato muy exacto con la realidad objetiva. Al menos, convendría ponerla en duda. Porque ya pasaron los tiempos en que el librepensamiento, la búsqueda de la verdad y el conocimiento eran pecado. Porque quizás convendría, antes de aventurarse a pronunciar esa afirmación, hacer un cálculo comparativo estimado de cuánto dinero recibe la Iglesia católica en España en concepto de ayuda a obra social y cuánto se gasta la Iglesia católica, real y objetivamente, en ese concepto. Quizás la cifra resultante le dejara sorprendido a su majestad. O quizás no.
Sea como sea, la simple asistencia de los reyes a un acto confesional de ese tipo no nos deja indiferentes a muchos españoles, y no es una arbitrariedad carente de significado. Muy al contrario, percibimos que la aconfesionalidad que nos debería amparar no es tal, que la separación Iglesias y Estado sigue siendo una utopía en este país, que urge un firme compromiso de los españoles por exigir la asepsia confesional en las instituciones públicas, que, aunque hayan cambiado las formas, los viejos esquemas de uso y abuso del poder siguen vigentes, y que la laicidad se nos hace cada día más necesaria. Porque sin laicidad, como dice Sebastián Jans, no existe democracia.