Para los mitrados, el actual ordenamiento jurídico español hace poco menos que el matrimonio homosexual, el divorcio vincular y el aborto sean obligatorios. Según ellos, el actual Gobierno se ha propuesto destruir a la familia y, de paso, a la ci
Con todo el boato litúrgico y la concentración masiva correspondiente (la guerra de cifras de asistencia ya está servida), se ha celebrado hoy el Día de la Familia. Es la segunda vez que la madrileña Plaza de Colón y sus aledaños acogen a una concentración de este tipo. El año paso el acto tuvo el apoyo explícito del Partido Popular. Hoy, en cambio, no. Hace un año, la concentración de católicos tuvo un marcadísimo carácter político. En cambio, este año, al consistir básicamente en una misa concelebrada por el arzobispo de Madrid, el cardenal Antonio María Rouco Varela y una treintena de obispos, el acto tiene carácter formalmente pastoral. Y es bueno que así sea, aunque en la parte de la homilía, el arzobispo y presidente de la Conferencia Episcopal, haya seguido por su, por otra parte nada extraña, tendencia al catastrofismo y a los trenos apocalípticos.
Al igual que en 2007, los obispos y la organización han calentado previamente el acto con sus conocidas tesis en contra el relativismo moral, el divorcio exprés, el matrimonio homosexual, el aborto y hasta la reciente campaña del Ministerio de Sanidad invitando al uso del preservativo para prevenir embarazos. En suma, nada nuevo bajo el tímido sol madrileño. Este es el discurso formal de la Iglesia Católica dirigido a sus fieles. Una cuestión en la que la sociedad civil ni entra ni sale. Incluso cuando el mensaje episcopal tiene connotaciones aberrantes en su formulación. Los obispos se reclaman únicos intérpretes válidos de la rica y complejísima realidad física y psíquica que es la sexualidad humana. Según la doctrina católica interpretada por los obispos, la práctica del sexo sólo puede estar orientada (rectamente, dicen ellos) hacia la procreación. Todo lo demás, claro, a la luz de esta enseñanza, es vicio y pecado. Algo cuya represión –y ahí viene el peligro— debe estar a cargo del Estado.
Sacando de contexto el pensamiento teológico de San Agustín, el razonamiento episcopal se toma al pie de la letra la tesis de las dos ciudades: la de Dios, frente a la Ciudad de los Hombres. La primera la celestial es siempre perfecta; la segunda, la terrenal, es poco menos que un sumidero de todos los vicios e imperfecciones. Y, en esta segunda, la Iglesia –entendida como su jerarquía— señalando lo malo y exigiendo de los poderes públicos que lo repriman.
'Nihil novum sub sole' (nada nuevo bajo el sol). Al menos desde cuando, en el siglo IV, el emperador Constantino el Grande declarara el cristianismo como religión oficial del Imperio. De ahí viene la preponderancia del Obispo de Roma, el Papa, cabeza de la Iglesia, y que calca en ella la estructura del Imperio Romano.
Y en ello siguen los obispos españoles. Siempre les ha ido bien. Al menos en España y en otros países donde la católica es la confesión sociológicamente mayoritaria. Porque, allá donde los católicos (pensemos en los países del norte de Europa y los Estados Unidos) son minoritarios, la Iglesia se agarra al concepto laico de separación del estado y reclama toda suerte de libertades civiles para el ejercicio de su misión.
La concentración católica de hoy, por otra parte, ha provocado comentarios en quienes ven una lícita salida callejera de los obispos y sus fieles como una ataque a los pilares de las libertades públicas y del sistema democrático. Frente a la beatería (meapilismo) de unos, los dengues y remilgos (más meapilismo) de los laicistas. Las tertulias radiofónicas de esta mañana dominical han sido un cúmulo de despropósitos (ir)religiosos.
Para los mitrados, el actual ordenamiento jurídico español hace poco menos que el matrimonio homosexual, el divorcio vincular y el aborto sean obligatorios. Según ellos, el actual Gobierno se ha propuesto destruir a la familia y, de paso, a la civilización cristiana y occidental. Es un despropósito racional. Y algo más, claro. Porque si la Iglesia, basándose en la doctrina de Jesús de Natzareth, que es la doctrina del amor, es incapaz de crear en sus fieles la necesaria convicción doctrinal, y poco menos que pide (bueno, en realidad, lo exige) que sea el Estado quien actúe como guardia de la porra en cuestiones de moral sexual y libertad ideológica, es una clara señal de que, en España, los obispos católicos están haciendo mal su trabajo. O, como diría un sofista, desde el bando laico, quizá es porque la doctrina es falsa. Que también podría ser.