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El día en que la izquierda enmudeció

Desde hace algunos meses se viene documentando el incremento de acciones dogmáticas y conservadoras en el país. Modificaciones de constituciones locales para asegurar que el derecho de la mujer a decidir sobre su maternidad sea inefectivo, creando consejos estatales que ‘protegen’ a la familia de las ‘distorsiones’ del amor y de la diferencia, proponiendo la pena de muerte como salida genial al problema de la violencia y delincuencia en nuestro país, acortando las horas de vida nocturna con la idea medieval de que eso controla a la juventud y reduce riesgos, prohibiendo los besos y las groserías en las calles y luego recularon aterrados ante lo evidente de su antigüedad social.

Hoy la jerarquía católica no cede, no calla y se vuelve más extrovertida. Avanza en la promoción de sus coincidencias con el PRI norteño y con el PAN histórico, propone la creación de un partido político que defienda sus intereses y se permite emitir decálogos sobre los ‘pecados electorales’ que nítidamente buscan influir en el voto de la gente y presentarles como traiciones a su fe y a su iglesia ejercer el voto por ciertas fuerzas políticas progresistas. Esa no es la tarea de la fe, ese no es el espíritu de la Constitución Mexicana y sin duda ese no es el ánimo del país. México pagó, con sangre, lograr que las iglesias y el estado fueran cosas aparte, aún y con los esfuerzos conservadores para juntarlos.

El problema no es que la jerarquía tenga una visión y la promueva, ese es su derecho innegable. El problema es que cuestiona las decisiones del estado y de los poderes y quiere influir en ellas. Eso no le toca, la vida pública es laica, laica porque busca respetar todas las creencias, sin imponer una sobre otra. Busca que las políticas públicas se rijan por el bienestar de nuestra sociedad y no por los temores de un dogma. No es una obstinación impedir la vinculación de la iglesia en el estado, es una necesidad para garantizar las libertades de conciencia.

Y desde el miércoles 14 de enero, en el Encuentro Mundial de las Familias, tenemos en el presidente Felipe Calderón una víctima más de la euforia conservadora y la tentación de que el retroceso es redituable electoralmente. El presidente se equivocó por doble partida en ese evento.

En primer lugar, al asistir a un evento que era de carácter religioso y en el que la lógica –entendiblemente– era la de reforzar su credo, sus dogmas, su visión moral del mundo y de la familia. Por ello la presencia del mandatario fue usada como un respaldo, un apoyo a esa visión que es de muchas y muchos, pero no de todos.  Calderón debe evitar su participación en eventos religiosos, su distancia con las comunidades de fe debe partir del respeto irrestricto a todos sus gobernados y a la libertad de credo en nuestro país.

En segundo término, el presidente se tomó la libertad de quitarse la banda presidencial, durante horas de trabajo, y dirigió un discurso sobre su fe, su moral y su concepto de lo que sí es una familia y lo que no. Lo que es más grave, se permitió asegurar que “la proliferación de individuos que hacen de la violencia, del miedo, del crimen y del odio su forma de vida coincide, por desgracia, en una gran medida, con la fragmentación y la disfuncionalidad que afectaron su entorno familiar.” Con esta desagradable frase el presidente desliza el supuesto de que la gente en familias diferentes, separadas o disfuncionales (disfuncional es aquello diferente al modelo tradicional) se convierten en delincuentes.

Felipe Calderón debe estar preocupado, pues el país reporta que el 42 por ciento –ocho millones de familias para ser precisos–, son diferentes al ‘modelo’ tradicional que tanto gusta al presidente y a la jerarquía católica. Eso significa que somos muchos potenciales delincuentes. Naturalmente estas visiones, manifestadas en términos tan elementales, fomentan la cultura de la discriminación y la intolerancia a los diferentes.

La desgracia mayúscula, sin embargo, no es que la derecha conservadora se reagrupe en torno a la jerarquía católica e inicie una ofensiva sobre las instituciones laicas. No.

Lo más trágico es que la izquierda ha perdido su capacidad de lucha, o su interés, o su determinación para combatir con argumentos, con ideas, con políticas públicas, con audacia, las acciones conservadoras. La gran tragedia en este inicio de año electoral es que la izquierda tradicional parece estar congelada e inmóvil, los dogmáticos más interesados en sus escaños y sus lugares dentro de su coalición pragmática. Sólo una izquierda salió a decir lo que pensaba y decir lo que muchos querían decir: la izquierda socialdemócrata.

Las otras izquierdas, o los que se dicen serlo, están más concentrados en pelear con el fantasma del fraude que nunca fue, que en detener el repudio y discriminación que las parejas gays, los padres y madres solteras, las madrinas, los tutores, los divorciados y divorciadas y todas las otras formas de familia estamos sufriendo.

Este año pasará a la historia como el día en el que la izquierda enmudeció, con tal de sacar votos –dicen ellos–. Esa es la verdadera medida de sus convicciones.

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