En vez de tender hacia un efectivo cumplimiento de la laicidad, convertimos el aula en altavoz de los dogmas de las distintas confesiones religiosas que conviven en nuestro territorio.
«Hemos llegado ya al punto en que la loa a la racionalidad se considera como señal de que un hombre es un viejo oscurantista, lamentable superviviente de una era pasada.»
(Bertrand Russell: Esbozo del disparate intelectual)
El currículum de religión islámica para los distintos niveles educativos de nuestro sistema de enseñanza ha sido publicado en el BOE, donde se hace carne el verbo de la ley para que ésta habite efectivamente entre nosotros. Así caminamos con paso firme hacia el Estado multiconfesional. Es una forma ciertamente espuria de interpretar la aconfesionalidad reconocida en nuestra constitución como forma de definir la relación entre las instituciones civiles y las religiosas en el espacio público (y la escuela es parte esencial del mismo). En vez de tender hacia un efectivo cumplimiento de la laicidad, que es condición sine qua non para conformar un verdadero Estado democrático capaz de garantizar la libertad de conciencia de sus ciudadanos, convertimos el aula en altavoz de los dogmas de las distintas confesiones religiosas que conviven en nuestro territorio. Sabemos que vivimos en un criptocatolicismo de facto; ahora se trata de justificarlo mediante la coartada de que no es excluyente de otras creencias que entre los españoles –grey tradicionalmente propiedad de la franquicia del Vaticano– han venido a habitar. Especialmente el islam, al que se teme en la misma medida que se dice respetar, porque así lo manda el manual del político correcto y el ciudadano progresista posmoderno. Claro, claro, puesto que quedamos en que todas las opiniones –y dogmas, por ende– son respetables. De modo que criminalicemos cuanto queramos el terrorismo –ente satánico de turbia naturaleza–, pero no a la religión, no a las creencias. Éstas no son la causa de que los hombres maten; lo es el virus del fanatismo, que no se sabe muy bien cómo ni de dónde viene. ¡Cuantísimos creyentes hay de todos los monoteísmos que no son fanáticos homicidas!
En consecuencia, hay que procurar que el islam se modernice, tratar de inmunizarlo contra el contagio del delirio fundamentalista, como de hecho se hizo históricamente con el cristianismo. Es lo que propugnan algunos de quienes han reflexionado sobre el complejo fenómeno yihadista, como es el caso de Eva Borreguero, profesora de ciencia política en la Universidad Complutense de Madrid, que defiende esta tesis en un artículo titulado, precisamente, Modernizar el islam. Se trataría, en su opinión, de apoyar a aquellos musulmanes moderados que trabajan, ejerciendo una siempre amenazada libertad de expresión en sus ámbitos de dominio islámico, para que triunfen en su propósito de que se imponga una exégesis por así decir ilustrada frente a la interpretación literal de la palabra sagrada, que es central en el salafismo que, a su vez, justifica ideológicamente el movimiento yihadista. Dice que «ello implica contextualizarla (la dimensión belicista de los textos sagrados) en su dimensión histórica, respetando la construcción teológica de valor universal». Confieso que no entiendo muy bien a qué se refiere con lo último, con eso de la «construcción teológica de valor universal». ¿En qué consiste una construcción así? ¿Cuáles son las construcciones de valor universal de las diversas religiones? ¡Pero si desde que se dio el cisma de oriente hace un milenio se le viene dando vueltas al dichoso ecumenismo en el solo ámbito del cristianismo sin apenas avances!
A no ser que admitamos la imposición por la fuerza como procedimiento válido de alcanzar la universalidad de ciertos valores, sólo cabe el diálogo para lograrlo. El diálogo únicamente es fructífero a ese respecto si nos colocamos trabajosamente en un espacio de entendimiento que trascienda las convicciones personales, esto es, que sea objetivo, común, interpersonal y firme; un territorio, en definitiva, que no sea propiedad de nadie y que acoja a cualquiera que venga con el pasaporte de las buenas razones; el mismo que se torna imposible de cohabitar cuando es invadido por los dogmas. En su libro La inteligencia fracasada José Antonio Marina acierta a expresarlo luminosamente cuando dice: «En esto consiste el uso racional de la inteligencia, en usar toda su operatividad transfigurada, incluido por supuesto el razonamiento, para buscar evidencias compartidas. El hombre necesita conocer la realidad y entenderse con los demás, para lo cual tiene que abandonar el seno cómodo y protector de las evidencias privadas, de las creencias íntimas. Sopesar las evidencias ajenas, criticar todas, las propias y las extrañas, abre el camino a la búsqueda siempre abierta de una verdad y de unos valores más firmes, más claros y mejor justificados. La irracionalidad, el encastillamiento en la opinión personal, lleva irremisiblemente a la violencia. Popper decía: “Conviene que combatan las ideas para que no tengan que combatir las personas”. El uso racional de la inteligencia, indispensable para convivir, se concreta en dos grandes dominios de evidencias universales: la ciencia y la ética».
Aquí considero que reside el punto clave de la imbricación de la religión en el nuevo paradigma de civilización que se inauguró con la edad moderna, y en la que se desea integrar el islam: ¿cómo se articula la relación entre el criterio de la fe (propio de las religiones) y el de la razón en el seno de una sociedad multirreligiosa que se ordena conforme a los principios democráticos consolidados a partir de la modernidad? De acuerdo con lo que afirma Marina: no es la religión dominio de «evidencias universales», es decir, que puedan compartir quienes no sean creyentes de esa religión. Si eso ocurre es porque se trasciende el ámbito creencial de la confesión particular para hacer comunión en el dominio de la ética, en el que no la fe, sino la razón constituye su primordial fundamento.
Tampoco hay que pasar por alto que es intrínseco al ser de las religiones una cierta soberbia respecto de la verdad, que es lo que convierte a sus creencias en evidencias para el creyente, lo que las excluye de la palestra del debate racional. De modo que la mera crítica de sus contenidos es fácilmente tenida por una falta de respeto en el mejor de los casos o de un ataque en el peor de ellos (piénsese si no en esa rocambolesca figura penal del delito contra los sentimientos religiosos; ¿y por qué no un delito contra los sentimientos estéticos, de manera que se multe o encierre a todo aquel que atente contra el buen gusto en el vestir, pongamos por caso?). Seguramente no exagera Sam Harris en su libro de improbable título, El fin de la fe, cuando afirma:
«La fe religiosa supone un mal uso tan intransigente del poder de nuestra mente que es como una especie de perverso agujero negro cultural, con una frontera más allá de la cual se vuelve imposible cualquier discurso racional».
Esto en esencia es lo que significa la palabra wahi, perteneciente al universo lingüístico que apuntala la fe del islam: revelación divina dada a la humanidad a través de sus profetas. Es considerado un fenómeno misterioso y enigmático que no cabe en el marco del intelecto común del ser humano. Es un tipo de alocución celestial e inmaterial que no puede ser concebida a través de los sentidos ni la reflexión intelectual, sino que es otra percepción que a veces se manifiesta en algunas personas por la voluntad de Alá. He aquí un elemento que no resistiría la prueba del algodón de la modernidad –¡que no es otra que la de la razón!– y que no representa una de esas construcciones teológicas de valor universal que cree la arriba mencionada Eva Borreguero que hay que salvaguardar en todas la religiones. Pero ¿cuáles la resistirían, si el valor universal, precisamente, se levanta sobre el suelo de ese territorio común que decíamos fertiliza el uso racional de la inteligencia, el mismo que con la fe se abotarga?
Hay quien dirá que es mejor que el islam, como el resto de religiones (¿todas? ¿sólo las mayoritarias? ¿las que alcancen pactos educativos con el Estado en virtud de arbitrarios criterios? ¿estamos ante el inicio del famoso «café para todos» para la educación religiosa en la escuela pública?), esté en la escuela moderna, precisamente para contribuir a su modernización, que aquí equivale a moderación. El creyente moderado de cualquier fe es el que no renuncia a vivir en el mundo moderno y, para ello, no tiene más remedio que interpretar alegóricamente o incluso ignorar lo que no dejan de ser cánones constitutivos de la palabra divina en la que, por otro lado, dice creer a pies juntillas (esto es la fe). A esa moderación contribuye no poco la ignorancia de la mayoría de los creyentes de la cantidad de barbaridades que en verdad contienen sus sagradas escrituras por no haber dedicado un tiempo a la lectura de lo que es, en definitiva, la prístina fuente de sus creencias. Dicho de otro modo: para ser un musulmán o un cristiano o un judío moderados hay que ser necesariamente un negligente lector de la letra de la ley divina, lo que equivale, lógicamente, a ser un mal musulmán o un mal cristiano o un mal judío. Para explicarlo con contundencia: el joven transexual cordobés que ha pretendido hace unos días confirmarse para apadrinar a un niño, y que ha recibido un rotundo no del párroco, obediente a la consigna del obispado de Córdoba, quería un contradiós (nunca mejor dicho), pues, con el catecismo en la mano, el transexual es inapelablemente un mal católico, y como tal ha de sufrir las consecuencias, igual que los homosexuales y demás colectivos de moral pecaminosa. ¡Lo contrario supondría que la Iglesia Católica Apostólica y Romana renegase de sus principios!
Sea como fuere, si se trata de modernizar el islam –o lo que es lo mismo, contribuir al crecimiento de un islam moderado– de nada sirve introducirlo en nuestras aulas para adoctrinamiento de nuestros (no son en exclusiva de sus padres) niños y adolescentes. Porque, como contundentemente explica Sam Harris en el libro citado: «Las puertas que nos llevan a renunciar a la literalidad de las escrituras no se abren desde dentro. La moderación que vemos entre los no fundamentalistas no es señal de que los credos han evolucionado, sino, más bien, de que es producto de los muchos martillazos que la modernidad ha propinado a ciertos dogmas de la fe exponiéndolos a la duda. El menor de estos progresos no es la aparición de una tendencia a valorar las evidencias y a dejarnos convencer sólo por propuestas respaldadas por la evidencia. Hasta los más fundamentalistas se mueven a la luz de la razón; la diferencia está en que sus mentes parecen haberse compartimentado para acomodar las abundantes afirmaciones de certeza que conlleva su fe».
Lo prueba la historia. Al cristianismo lo fue poniendo en su sitio la modernidad conforme el librepensamiento se fue abriendo camino, y una ilustración militante fue construyendo, no teológicamente sino filosóficamente –es decir, sobre el pensamiento crítico y el conocimiento–, los valores universales que conforman el marco dentro del que los individuos pueden aspirar a una vida buena. Toda religión es –repitámoslo– intrínsecamente soberbia y en la idiosincrasia del creyente está la pulsión –latente o no– del proselitismo (¿cómo no si se hallan en posesión de la verdad? ¿Y no querría todo el mundo que se le diese la oportunidad de conocerla? Más aún, ¿no es deber del creyente darla a conocer, es decir, hacer profesión de fe?). Así que la moderación le vino impuesta al cristianismo cuando la razón le ganó la partida histórica a la fe en la cultura europea. Ahora bien, no se debería incurrir en la ingenuidad de confiar en que esa victoria sea definitiva. Ni mucho menos.
En la escuela está uno de los frentes de una guerra que se libra contra el fanatismo todos los días. La posmodernidad nos ha vuelto más tolerantes a un relativismo que desincentiva el debate racional y crítico (inteligente) que hoy más que nunca precisamos en la aldea global, donde convivimos codo con codo con quien respira otra atmósfera cultural, pero forma parte del mismo organismo social. A ese debate también hay que someter a las religiones, en torno a las que no tiene justificación establecer cordones sanitarios contra el librepensamiento. Lo expuso con claridad meridiana Bichara Khader, profesor de la universidad belga de Lovaina, palestino de origen y fundador del Centro de Estudios e Investigaciones sobre el Mundo Árabe Contemporáneo, en una entrevista emitida recientemente por una cadena de radio. Al respecto de la cuestión de la incompatibilidad de la democracia y el mundo árabe dijo: «Lo que es necesario, y los musulmanes tienen que entenderlo, es que hay que separar el espacio religioso del espacio político. Esta separación es la laicidad, es la neutralidad del Estado de cara a las creencias y a la no creencia… El futuro del mundo musulmán reside en la separación de lo religioso, que tiene que ser algo privado, y de lo público, de la gestión del Estado y de los asuntos oficiales, que tienen que ser separados del impacto de las interferencias nefastas de la religión. Entonces, no hay una incompatibilidad de principio, pero estas interferencias constantes de la religión en nuestros Estados perjudican la búsqueda de un mundo árabe secular».
Y lo que vale para el islam vale para cualquier otra religión.