Todos los años, cuando llegan las fechas de la Semana Santa, se abre el mismo debate: ¿es lícito que en un país aconfesional se produzcan escenificaciones de la tradición de una religión? ¿Las Administraciones Públicas respetan la Ley al subvencionar a Cofradías y Asociaciones? ¿Hay que prohibir las procesiones de Semana Santa? Aprovecharemos que el debate sobre la laicidad o aconfesionalidad está tan presente en estas fechas para hacer un repaso de la realidad en lo referente a las confesiones religiosas en España.¿Realmente estamos ante una libertad de culto efectiva o la preponderancia de una confesión sobre el resto provoca que nuestra democracia esté incompleta?
La Constitución de 1978 «garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley ». De igual modo se declara la «aconfesionalidad» del Estado, al reconocer que «ninguna confesión tendrá carácter estatal ». Sin embargo, ya existe una contradicción en la propia redacción del artículo 16.3 al afirmar que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad españolas y mantendrán las consiguientes relaciones con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Si la propia Constitución determina que España es un Estado aconfesional, ¿por qué se cita expresamente a una confesión en concreto? ¿Por qué se pone por encima de las demás confesiones a la católica?
Es un hecho que España es un país mayoritariamente católico. Sin embargo, no es un país que se podría denominar católico, ya que la mayoría de miembros de esta confesión viene determinada por el número de bautizos y no por el número de practicantes activos. El hecho de que en nuestra Constitución se dé esa preponderancia a este culto viene determinada por la situación sociopolítica de 1978. La Iglesia Católica aún tenía mucho poder y mucha influencia y el camino hacia la laicidad del Estado no podía ser directa. Apenas había pasado un mes desde la aprobación de la Constitución que señalaba la aconfesionalidad del Estado español y se hizo público el nuevo Concordato entre el Reino de España y el Vaticano. Este nuevo marco de relación entre los dos Estados llevaba negociándose, al margen de cualquier escenario democrático, desde el año 1976 por políticos católicos muy vinculados al Opus Dei y a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Este hecho debe provocar el rechazo de los demócratas ya que dicho acuerdo se negoció al margen de cualquier órgano democrático y, sobre todo, al margen de la Constitución que se aprobó en 1978, texto que señala la aconfesionalidad del Reino de España mientras que el Concordato lo que genera es una especie de «confesionalidad encubierta» del Estado. El Concordato de 1979 es una de las mayores hipotecas que tiene nuestro país respecto a su desarrollo económico.
Hay aspectos del Concordato de 1979 que son continuistas respecto a los privilegios de la Iglesia Católica reconocidos en los Acuerdos entre España y el Estado Vaticano de 1953, privilegios que Franco dio sin pestañear con el único fin de tener el respaldo internacional de la Santa Sede. A la Iglesia se le reconoce su personalidad jurídica civil y su plena capacidad de obrar; se garantiza la inviolabilidad de los lugares de culto y la imposibilidad de su demolición sin ser desacralizados; según el Concordato serán inviolables todos los archivos, registros y documentos de titularidad eclesiástica; a la Iglesia se le garantiza la impunidad a la hora de publicar y comunicarse, lo que provoca declaraciones de obispos comparando a la comunidad gay con cerdos o libros financiados por obispados que proclaman la sumisión de la mujer al hombre. El Concordato garantiza también la presencia y la asistencia católica en lugares públicos. También se permite que se iguale en carácter civil al matrimonio canónico, eso sí, siendo sólo la Iglesia la que tiene la capacidad de disolver dicho matrimonio canónico.
A nivel económico, los privilegios de la Iglesia Católica son casi obscenos. La institución religiosa está exenta de pagar impuestos como el IRPF y sobre el consumo (IVA). Tampoco pagan ningún tipo de impuesto urbano de los edificios de su propiedad, incluidas las residencias de sacerdotes, locales de oficinas, conventos, seminarios y edificios de culto. A la Iglesia Católica se la excluye del pago real de impuestos sobre renta y patrimonio, privilegio al que se une la total exención del impuesto de donaciones y sucesiones, siendo deducibles en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas todos los bienes donados a la Iglesia. El Concordato establece un periodo de tres años para que la financiación de la Iglesia se haga a través de la declaración voluntaria por el IRPF. Sin embargo, veintidós años tras la finalización de ese periodo la Iglesia se sigue financiando vía Presupuestos Generales del Estado, gracias a eufemismos como el «pago a cuenta» de lo que el Estado debe entregar por el IRPF. Se calcula que anualmente la Iglesia Católica percibe de los PGE una cantidad superior a los 10.000 millones de euros. Sin embargo, el déficit entre lo que la Iglesia recibe y lo que da supone miles de millones de euros, lo que provoca una deuda que nadie reclama, por lo que España sigue incumpliendo los criterios de convergencia exigidos desde la Unión Europea.
El Concordato también otorga privilegios en el ámbito educativo. Esta es una de las mayores hipotecas que tiene un Estado democrático como España, una hipoteca que va en contra de los propios principios señalados en el artículo 16 de la Constitución. El Reino de España está obligado por el Concordato a que toda la educación impartida en los centros públicos sea respetuosa con los valores cristianos. A esto se añade la obligación de impartir en la enseñanza primaria y secundaria la asignatura de religión católica, equiparándola a otras disciplinas como las matemáticas, la física, la literatura o la historia, es decir, que la Iglesia impuso que la enseñanza de sus creencias fuera equiparada a la ciencia o a la historia. A pesar de que no es una asignatura obligatoria y que se da una opción alternativa, es sintomática la imposición por parte de la Iglesia de su catecumenado en la educación pública y que el Estado está obligado a su impartición. Los profesores de religión católica son elegidos por la autoridad académica pero sólo del grupo de candidatos elegidos por el Ordinario Diocesano. Son miembros de pleno derecho de los claustros de profesorado. Los contenidos lectivos son impuestos por la jerarquía, cosa que parece lógica, pero lo que no lo es tanto es que se permita en centros públicos o concertados la celebración de ceremonias religiosas u otras actividades complementarias.
El Concordato entre la Iglesia Católica y el Estado es un acuerdo internacional que va en contra de la Constitución y es contrario al propio régimen democrático, como lo es la propia institución eclesiástica. No es de recibo que todos los españoles, seamos o no católicos, financiemos a la Iglesia Católica, que mantengamos con dinero público los edificios de la Iglesia, edificios que no pagan el Impuesto de Bienes Inmuebles y cuyo uso y disfrute es sólo para la Iglesia. Tampoco es constitucional que en los actos públicos estén presentes símbolos de la religión católica, que en las tomas de posesión de los cargos públicos estén presentes los Evangelios y el crucifijo, que en muchos colegios e institutos públicos o concertados las aulas estén presididas por un crucificado o una virgen.
La situación de la Iglesia Católica debe ser claramente modificada en la tan necesaria reforma de la Constitución. En primer lugar, la propia Carta Magna debe ir más allá en su exposición sobre los mecanismos de libertad religiosa y dejarse de eufemismos como la «aconfensionalidad» del Estado para llamar las cosas por su nombre y declarar a España como un Estado laico, donde no haya ninguna confesión religiosa que esté por encima de las demás.
En segundo lugar, el Concordato debe ser derogado de manera unilateral por el Estado español ya que la propia existencia del mismo es anticonstitucional. La Iglesia Católica debe tener el mismo tratamiento que cualquier otra confesión religiosa o que cualquier persona física o jurídica. La Iglesia debe aportar al Estado lo que le corresponda a nivel de impuestos. En este punto, la Conferencia Episcopal siempre defiende que la institución pone encima de la mesa su labor social. En parte es cierto, pero, en general, es una falacia, ya que las asociaciones, congregaciones u ONG’s dependientes de la Iglesia que están dedicadas a la atención a los más necesitados apenas perciben un 7% de los más de 10.000 millones de euros que el Estado les aporta. La Iglesia debe autofinanciarse, como hacen otras confesiones. Hablamos de esos 10.000 millones anuales, pero a esta cantidad hay que sumar lo que dejan de pagar por los impuestos de los que está exenta.
En una democracia madura no es de recibo que, en virtud de unos acuerdos entre Estados negociados antes de la aprobación de la Constitución que proclama la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado, se continúe utilizando las aulas de la educación pública para adoctrinar a los alumnos en las creencias católicas, cosa que hasta hace poco no se permitía al resto de confesiones religiosas. Para cubrir las espaldas a la Iglesia el Estado español firmó acuerdos con otras religiones para poder adoctrinar en las aulas. En un país democrático la doctrina religiosa o las enseñanzas de dichas creencias deben ser desterradas de las aulas estatales y, en el caso de España, también de aquellos centros concertados, ya que, lo contrario, va en contra de la Constitución y de la laicidad propia de cualquier sistema que se base en la igualdad entre todos. ¿Hay que desterrar la religión de la educación pública? Evidentemente, no, pero desde un punto de vista diferente y con un enfoque que no priorice a una confesión sobre las demás. Los alumnos deben conocer el hecho religioso, pero no ser adoctrinados. No es lo mismo enseñar un panorama y un estudio pormenorizado de todas las religiones a aleccionar sobre una en concreto. La enseñanza de la religión católica y del resto de confesiones debe realizarse en sus propios templos y no en las escuelas públicas o concertadas que reciben dinero del Estado, dinero de todos los españoles, sean creyentes o no, sean practicantes o no.
En tercer lugar, debe desterrarse de las instalaciones públicas cualquier elemento referente a una confesión en concreto. En lo referido a la religión católica, disponen de capillas en cuarteles, universidades, hospitales, etc. En instituciones del Estado, como el Ejército, tienen privilegios que los separan del resto. ¿Por qué un capellán castrense tiene el rango y el salario de un oficial pudiendo, además, ascender en la escala? ¿Por qué hay capellanes en las universidades? ¿Por qué en las Fuerzas Armadas no hay rabinos, pastores o imanes? ¿Por qué no hay sinagogas, mezquitas o templos en las instalaciones públicas? Esa es la desigualdad de la que hablamos y por la que hay que sacar del ámbito público todo lo religioso, sea en la institución que sea, gobierne quien gobierne.
Una democracia no puede tolerar que la religión invada con su simbología o su culto aspectos que deberían ser totalmente asépticos en materia religiosa. No es tolerable que actos de Estado, como funerales, por ejemplo, culminen en una ceremonia religiosa. En los casos de las exequias de personajes que hayan tenido importancia dentro de la Historia de España y que tengan el honor de ser homenajeados a través de un funeral de Estado lo verdaderamente democrático es que dicho homenaje se celebre a través de una ceremonia laica y, posteriormente, si dicha persona es católica, celebrar la ceremonia religiosa en la más estricta intimidad familiar. Algo similar ocurre con las juras de cargos de Gobierno. ¿Por qué en un país «aconfesional» aún se jura la Constitución ante un crucifijo y los Evangelios, del mismo modo en que se hacía durante el franquismo? Esta presencia de la simbología católica es contraria a la propia Constitución ya que da preponderancia a una confesión concreta sobre las demás. Este hecho debe ser derogado y la toma de posesión de cargos públicos ha de realizarse sólo ante el texto constitucional, sin más parafernalia católica. Recordemos lo que ocurría durante el franquismo tomando como ejemplo la proclamación de Juan Carlos de Borbón como Jefe de Estado. En aquel acto el Rey juró ante los Evangelios las Leyes Fundamentales y los Principios del Movimiento Nacional. Tras la Transición, tras la aprobación de una Constitución que determina la «aconfesionalidad» de España, los cargos del Gobierno —Presidente, Ministros, Secretarios de Estado, etc.—, siguen jurando o prometiendo «cumplir y hacer cumplir la Constitución» con un crucifijo y ante los Evangelios. Esto es inconstitucional, puesto que dar preferencia a la confesión católica va contra el principio de igualdad del propio texto que están diciendo que van a cumplir y a hacer cumplir. Llevándolo al extremo podríamos afirmar que lo que provoca la presencia de esa simbología religiosa está provocando que nuestros cargos públicos hayan accedido a sus puestos a través del perjurio. El nuevo Jefe de Estado tuvo un gesto cabal en este aspecto al no colocar ningún símbolo religioso ni celebrar ceremonia religiosa alguna durante los actos de su proclamación.
En conclusión, España es un país donde la libertad religiosa se practica. No se prohíbe a ninguna confesión que practique sus ritos. Sin embargo, hay una preponderancia de la Iglesia Católica sobre las demás por el alto número de privilegios de los que disfruta dicha institución gracias al Concordato. Para regenerar nuestro sistema democrático dichos Acuerdos entre España y el Vaticano deben ser derogados unilateralmente por el Estado español, eliminando todos los privilegios de los que disfruta a nivel económico, a nivel educativo o a nivel de presencia en las instituciones de la Administración. En segundo lugar, la propia Constitución debe avanzar hacia la declaración del Reino de España como un país laico. En tercer lugar, todo lo referido a la enseñanza de las doctrinas religiosas debe quedar dentro del ámbito de sus centros de culto o edificios destinados a tal fin.
Cualquier otra cosa será contraria al propio concepto de la democracia e incumplir el principio de igualdad. Otra cosa es el respeto a las tradiciones. Yo no soy partidario de que se prohíba la Semana Santa pero sí que debe quedar claro que ninguna Institución del Estado, ninguna Administración Pública, debe financiar, subvencionar o participar de dichos actos tradicionales a título de representación institucional. No es muy democrático que unidades de las Fuerzas Armadas sean partícipes como tales de una tradición católica. No es muy democrático que los representantes del pueblo soberano presidan actividades de la tradición católica. No es muy democrático que Administraciones Públicas subvencionen actividades católicas en detrimento de otras festividades o de otras tradiciones del resto de cultos que se practican en nuestro país. El hecho de que se esté haciendo es una perversión del espíritu democrático de este país. El Estado y los ciudadanos deben respetar el hecho religioso, sus respectivos cultos pero, jamás, financiarlos.