Cientos de alcaldes socialistas y comunistas mandaron al tinte sus trajes para presidir con unción las procesiones de sus pueblos y ciudades con grave gesto penitencial.
Una especie autóctona se reproduce entre nosotros con enorme éxito mediático y turístico. Se trata del rojo de capirote, imposible de encontrar más al norte, donde el concepto rojo y el concepto capirote nunca maridaron bien (malditos chefs).
Los expertos se remiten a varios hitos fundacionales que atraviesan la noche de los tiempos, especialmente el gran acierto de Pilatos al excarcelar a Barrabás y crucificar a Cristo. Sin esa sabia elección hoy no sería posible contemplar el éxtasis de los pasos titilando al compás de Amargura.
A las puertas de la muerte de Franco, la Semana Santa era la versión más ciega del fanatismo religioso de la dictadura, un ciclo de silencio, penitencia y represión.
Mi altocargo dice que se meó de miedo la noche que su abuela le llevó a ver cómo unos terroríficos encapuchados de negro con grandes velones en la más absoluta oscuridad arrastraban las cadenas en la procesión del silencio.
Los andaluces de entonces, aunque no fuéramos del bajo Guadalquivir, soñábamos con que la libertad traería algunas cosas: escuelas gratis, medicina, hospital, pan y alegría, cultura y prosperidad (ay, ay, Carlicos Cano) y, ya que estamos en ello, un mundo laico en el que las autoridades civiles y militares asistirían (o no) a las procesiones sin el ringorrango de medallas y colgajos: como penitentes, como espectadores o incluso como bañistas de playa. O sea: al César, a defraudarle lo que podamos y a Dios, cada uno con confesor.
Andábamos errados. Tipos comunistas como Isidoro Moreno o sociatas como Pepote Borbolla se ufanaban en desmentir nuestros prejuicios laicistas y exaltar la vigencia del rojo de capirote como una mezcla singular del cruce de culturas y políticas, que después de hacer la reforma agraria se iba a su hermandad a sacar a su crucificado y a comerse una torrija. Tremendo: las redes de antes de internet eran las cofradías.
A mediados de los ochenta pareció moda pasajera, pellizcos localizados en Triana o Macarena, fiebre de meapilas, capillitas en extinción esnifando incienso, dejémoslo ahí. Pero la cosa cundió tanto que el famoseo la tomó como suya y no hubo poeta rojo ni pintor rojo ni cantante rojo ni Banderas rojo que no tuviera un poema pidiendo una escalera para subir al madero con la que explicarnos que los rojos de capirote, joer, son rojos de otra manera.
La realidad tozuda fue y tozuda es: treinta y cuatro años de socialismo (1982-2016, lo que la jueza Alaya entiende como “clientelismo del electorado”) ha dado también vida y fulgor al rojo de capirote. No se puede atravesar el dial de Andalucía sin que te atropelle una procesión o te acuchille una saeta o una sobreabundancia de azahar que te recuerda a tu abuela.
Cientos de alcaldes socialistas y comunistas, o como se llame eso ahora, han mandado al tinte sus trajes para presidir con unción las procesiones de sus pueblos y ciudades con grave gesto penitencial, esperando convertirlo en votos.
No sabremos si nuestros hijos serán alguna vez ingenieros informáticos o emprendedores de kioscos de pipas. Tampoco si votarán por la izquierda o irán a comulgar. Pero seguro tenemos que serán costaleros, pregoneros, hermanos mayores o periodistas del menos pasos quiero en Baza oriental, un perfil cada vez con más demanda.
Recemos para que no llueva. Vivan los rojos de capirote, Viva el gazpacho del laicismo de peana. Y al cielo con ella.