Vuelven los autobuses publicitarios, en este caso en contra de la enseñanza religiosa en las escuelas. Ayer me tocó circular un buen rato detrás de uno de ellos y, al leer el mensaje, esbocé una sonrisa.
Creo que aquí hemos dejado clara nuestra postura: enseñanza de cultura religosa, sí; adoctrinamiento religioso, no. En este sentido, estamos de acuerdo con el «logos» que circula por la Línea 3: «Dios, a la iglesia. En la escuela, historia, arte, ciencia» bien que la religión cristiana está incrustada en la historia, en el arte y en determinadas ciencias. Pero se trata de optar entre información o adoctrinamiento; entre enseñanza religiosa o cultura religiosa.
La enseñanza que la Iglesia católica pretende que se imparta en las escuelas no es historia ni arte ni ciencia. Es un intento subrepticio de imponer una enseñanza «aséptica» para impartir adoctrinamiento. Si a eso se añaden las contradicciones en que incurren los padres cuando inscriben a sus hijos en la «optativa» enseñanza religiosa…
Posturas enfrentadas que no debieran excluirse mutuamente: cada uno tiene su ámbito de actuación. Ambos, los creen en dogmas y los que se rigen por criterios humanos sí podrían coincidir en la “percepción” de los hechos», dejando aparcada a un lado la “valoración” posterior donde entra en juego la discrepancia. ¿Pueden estar de acuerdo en las cuestiones que siguen?
1º. Dado que es la Iglesia la que pretender imponer la enseñanza religiosa en las escuelas, ¿puede entender que haya personas que no quieren saber nada de religión?
2º. ¿Podría entender la Iglesia que el Gobierno y el Estado deben tener en cuenta también la opinión de éstos? Es la igualdad ante la Ley, bien que ésta la quieran hacer sujeta a un pretendido «bien común», cual es el encuadramiento en doctrinas y prácticas religiosas.
3º. ¿No ven lógico que si el Gobierno lo integran personas de esta onda, actúen según sus criterios? No se puede esperar de un obispo que ni predique la doctrina cristiana, ni se se rija por los criterios eclesiales ni diga misa. ¿Y un político de convicciones contrarias no puede siquiera pretender que la religión no se inmiscuya en las labores del estado?
Estos asuntos son más cualitativos que cuantitativos. Aquí se dirimen criterios de vida, escalas de valores y normas de comportamiento individual y social. Sin embargo creemos que una de sus falacias esgrimidas por el estamento jerárquico eclesial se funda en la cantidad.
Las cantidades en este asunto parecen importar porque un argumento de peso suyo es que –dicen– el 85% de los padres demandan enseñanza religiosa.
Y aquí es donde entran las contradicciones en que incurren los padres. Pongamos en parangón esa cantidad con las otras que, más o menos, son reales:
• concediendo mucho, tenemos un 20% de verdaderos fieles, practicantes y que siguen la doctrina católica
• real es también que un 60% son indiferentes a la creencia, que les da igual todo, que se declaran creyentes pero prescinden o reniegan de prácticas religiosas
• Igual o mayor número –admitamos otro 20% de personas– son los que se oponen a la enseñanza religiosa, que propugnan la exclusión de tales monsergas del currículum escolar.
Es entonces cuando los números no cuadran y cuando el asunto merece un análisis valorativo, porque entre ese 85% se encuentran personas a las que o no les dice nada su fe o son opuestas a ella. ¿A santo de qué esa población demanda una enseñanza en la que no cree y cuyos principios doctrinales le repugnan?
No olvidemos la especificidad de tal enseñanza: es especial porque afecta a la vida e incide en los criterios de pensamiento y conducta: no son simples matemáticas o concordancias verbales.
Si entramos en los motivos que animan a tales padres, ¿qué buscan los que demandan enseñanza religiosa en la escuela, incluso como optativa? Apuntemos alguna sugerencia aparte de la que debiera moverles, es decir, la enseñanza del dogma cristiano:
• posiblemente a una granmayoría de los padres les viene muy bien más tiempo de permanencia en el colegio;
• otros pueden pensar que en esa asignatura les enseñan a ser buenas personas;
• puede haber quien añore sus tiempos de creyentes:”Yo he renegado de mi fe pero mi hijo quizá descubra la verdad que yo no veo”;
• puede ser que otros vean en tales enseñanzas un elemento importante de cultura…
¡Pues no, padres atolondrados! La enseñanza religiosa es un lavado de cerebro que marcará el futuro de los niños. Es la diferencia entre la afirmación de que “En el principio Dios creó el Cielo y la Tierra” y esta más correcta afirmación: “La Iglesia católica dice que Dios creó el mundo de la nada, pero otras religiones…” Un niño tendrá marcada a fuego la credulidad dentro de su mente en blanco. Ya todo lo verá pro— o anti— y quizá no tenga ni elementos de juicio ni ecuanimidad para juzgar el hecho religioso en sus años de vida adulta. Y, en caso de que así lo decida, le costará sangre, sudores y lágrimas desprenderse de la costra religiosa.
Pero hay algo más: si la población docente debe acomodar su conducta a lo que enseña –y ésta es la razón suprema que esgrimen– por el mismo motivo deben admitir para el cuerpo discente que
1. No deberían aprender lo que no se va a tener en cuenta ni se va a practicar.
2. La Iglesia debería investigar si los padres son creyentes, practicantes, conversos o no, para ser consecuentes con sus principios.
3. Habría que decirles a muchos padres de ese colectivo 85% que (es un decir) dimitieran de ser padres, que dejaran la custodia de sus hijos en manos de otros padres más responsables
4. A tales hijos se les debiera negar la enseñanza en tanto sus padres, que son quienes deciden por ellos, pensasen lo que piensan o no fuesen adictos al rito religioso…
5. Y apurando mucho los argumentos –la fe es vida, dicen– no se les debiera dar enseñanza religiosa en tanto no se independizasen de la voluntad paterna, es decir, hasta llegar a la edad civil adulta.
Son argumentos lógicos los aportados aquí, pero ¿desde cuándo la lógica impera en las agencias de la credulidad?