La Ley de modificación del sistema de protección a la infancia y la adolescencia(Ley 26/2015, de 28 de julio – BOE 29 de julio) modifica más de lo que anuncia. Cada vez es más frecuente el uso de la “técnica” de introducir o reformar aspectos muy importantes esquivando el debate, sustrayendo por supuesto a la opinión pública, pero también en cierto modo al Parlamento una discusión en condiciones. Pero en este caso el tema es muy grave, porque afecta directamente al desarrollo de derechos fundamentales lo que, como es sabido, requiere de una Ley Orgánica.
Pues bien, la Disposición Final Segunda de una ley nominalmente destinada a regular la protección a la infancia y la adolescencia, lo que realmente modifica, entre otros preceptos legales, es la Ley de Autonomía del Paciente (Ley 41/2002) en aspectos referentes a la prestación del consentimiento por el menor o por sus representantes. Hasta aquí poco que objetar, más allá de la adecuación de la nueva normativa a la modificación de la Ley del Aborto (Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo) respecto al consentimiento de las embarazadas que tuvieran de 16 a 18 anos. Pero, con esa costumbre legislativa de aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid, la Ley introduce un cambio radical que afecta de manera determinante al derecho a la renuncia a tratamientos, a la disponibilidad de la propia vida y al valor que corresponde otorgar al consentimiento por representación en cualquier circunstancia en que éste no pueda ser prestado por el titular de la vida o la salud, tenga la edad que tenga, al establecer que:
“En los casos en los que el consentimiento haya de otorgarlo el representante legal o las personas vinculadas por razones familiares o de hecho en cualquiera de los supuestos descritos en los apartados 3 a 5 (que afecta a cualquiera que no se encuentre en condiciones físicas o psíquicas de otorgarlo, con independencia de la edad), la decisión deberá adoptarse atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del paciente. Aquellas decisiones que sean contrarias a dichos intereses deberán ponerse en conocimiento de la autoridad judicial, directamente o a través del Ministerio Fiscal, para que adopte la resolución correspondiente, salvo que, por razones de urgencia, no fuera posible recabar la autorización judicial, en cuyo caso los profesionales sanitarios adoptarán las medidas necesarias en salvaguarda de la vida o salud del paciente, amparados por las causas de justificación de cumplimiento de un deber y de estado de necesidad”.
Esto significa varias cosas: el legislador ha decidido en favor de qué intereses va a producirse siempre el estado de necesidad y el cumplimiento del deber: la vida y la salud parecen presumirse siempre como la decisión que hubiera tomado el sujeto y se les otorga un valor superior a la evitación de sufrimientos o la opción expresada con anterioridad. Ciertamente el consentimiento por representación se producirá cuando no conste de manera fehaciente el otorgado previamente por el paciente: su renuncia a determinados tratamientos y la expresión manifiesta de su voluntad de prolongar de manera artificial su vida. Cualquier otra interpretación que otorgue a la expresión “atendiendo siempre al mayor beneficio para la vida o salud del paciente” resultaría inadmisible por contraria a la dignidad del mismo y al valor que cabe atribuir a sus manifestaciones previas.
Pero la ley es muy clara: realmente no cabe opción para el representante (legal o personas vinculadas al paciente por razones familiares o de hecho), ha de pronunciarse en favor de la vida. Eso anula la validez de cualquier consentimiento. Podemos, incluso, preguntarnos en qué consiste tal consentimiento y en qué se consiente. La interpretación literal conduce a una opción obligatoria –es decir, a una no opción-: sólo se puede consentir en tratamientos que prolonguen la vida. ¿Y si no fuera así?, es decir, si no se otorgara el consentimiento en ese sentido, habrá de intervenir el Juez, directamente o a través del Ministerio Fiscal, aunque no se aclare cuál sería la resolución “correspondiente”.
El texto es además incoherente porque a continuación afirma que en casos de urgencia, en que no fuera posible recabar la resolución judicial, los profesionales sanitarios adoptarán las medidas necesarias para salvaguardar la vida y la salud del paciente. Por tanto, la resolución correspondiente del Ministerio Fiscal no puede ser otra que recabar la autorización judicial, para cualquier actuación que no redunde en el sentido de salvaguardar la vida. Con lo que se produce una judicialización, con eventual intervención además del Ministerio Fiscal, siempre que, de acuerdo con el consentimiento prestado por la familia o personas vinculadas de hecho o por el representante legal; es decir, siempre que no pueda pronunciarse directamente el paciente, se adopte una decisión que no sea “al mayor beneficio de la vida y la salud”, eufemismo con el que nos referimos al mantenimiento y prolongación de la vida. Gráficamente lo que esto significa es que la Ley apuesta por dicho mantenimiento y prolongación siempre que no haya constancia fehaciente de la voluntad contraria del paciente.
La norma parece desconocer que la situación a la que se refiere –que se da a miles cada día en los hospitales–no siempre permite un procedimiento (por otra parte no regulado) que vendría a colapsar los juzgados –tampoco en norma algún se especifica cuáles– y a alargar indefinidamente situaciones de dolor y sufrimiento. Por eso la propia norma prevé los supuestos de urgencia. Pero la forma en que los resuelve –con plena consciencia de la enorme dificultad que supone dar entrada a Fiscal y Juez– es el mayor problema y lo que convierte definitivamente esta decisión política en intolerable y, a mi entender, inconstitucional. Porque éste –el de la imposibilidad por razones de urgencia de recabar la resolución judicial– no es un caso excepcional, sino el que sucede habitualmente.
Y es entonces cuando se plantea el conflicto entre el mantenimiento de una vida que no reúne la dignidad suficiente, a cuya continuidad se opondría con probabilidad más allá de toda duda razonable su titular, representado en el supuesto regulado por las personas a él más allegadas, con sometimiento a tratamientos que la alargan produciendo a veces más sufrimientos físicos y psíquicos, y el respeto a la dignidad que pasa por el reconocimiento de la disponibilidad sobre la vida propia y la razonabilidad en la representación cuando se trata de la de una persona allegada por razones familiares o vínculos de hecho. Y el conflicto no va a ser resuelto, como hasta ahora, de acuerdo con esa razonabilidad, ni con la opinión médica contrastada con la familia: la ley no permite opción alguna: impone el deber al personal sanitario de adoptar las medidas necesarias en salvaguardia de la vida y la salud del paciente, amparados incluso en las causas de justificación, permisos fuertes que, en este caso, son imperativos: cumplimiento de un deber y estado de necesidad.
Estamos ante un retroceso inmenso en el reconocimiento del derecho a la disponibilidad de la vida y la salud y en fomento de su sacralidad, introducido sin el menor debate, con la estafa parlamentaria de hacerlo a través de la reforma de una ley que poco o nada tiene que ver con su objeto –porque la ley del menor nada tiene que ver con la aplicación de esta imposición a todos los ciudadanos, tengan la edad que tengan- y que va a imposibilitar, al menos si no se impone una interpretación en favor de la libertad, la toma de decisiones de médicos y familiares en torno a la cuestión más sensible que afecta a nuestro propio destino como seres humanos. Esa forma de legislar es sencillamente intolerable en un Estado de Derecho.