También en política necesitamos una revolución laica
La alianza entre el PSE y el PP en el País Vasco ha tenido tres efectos colaterales sobre la política española. Primero: ha blanqueado al PP, sacándole del aislamiento en el que se había metido con su estrategia de la crispación. Si el PSOE puede aliarse con la derecha, será porque no es tan cavernícola como se nos decía. Una campaña como la de los socialistas catalanes en las últimas elecciones generales -"Si tú no vas, ellos vuelven"- sería difícil de justificar después de este pacto de legislatura con el diablo. El PP ha conseguido un salvoconducto para acercarse a los nacionalistas moderados.
Segundo: como consecuencia de ello, y de los errores cometidos en la gestión de la crisis, ahora es el Gobierno de Zapatero el que vive bajo el síndrome de la soledad parlamentaria. El primer resultado es que el mito de la capacidad de encajar de Zapatero se desmorona. Su respuesta a la irónica intervención del diputado vasco Erkoreka -todavía impresionado por las fotos que, en esta Semana Santa, nos permitieron ver a los nuevos ministros "sufriendo en sus puestos como auténticos costaleros"- demostró la facilidad con que se pasa del talante al nerviosismo.
Tercero: la normalización de lo identitario. El discurso recurrente que ve en los nacionalismos periféricos la paja identitaria e impide ver la viga en los propios nacionalismos hispánicos, deja, definitivamente, de ser sostenible. La alianza PSE-PP en Euskadi se ha suscrito sobre las bases más convencionales del repertorio identitario: la cuestión de la lengua y la idea del país que se transmite a través de la enseñanza y de los medios de comunicación públicos. No podía ser de otra manera: dos partidos que están en desacuerdo en casi todo, porque se disputan el Gobierno de España, sólo podían entenderse en el ámbito de los elementos identitarios compartidos. Con lo cual se confirma que mientras no llegue a la sociedad una nueva revolución laica, no hay política que se mueva fuera del espacio de lo identitario.
Ni siquiera la crisis nos libra de las ocurrencias identitarias. Es difícil encontrar algún momento de interés en estos debates parlamentarios sobre la crisis, tan reiterativos que podrían poner una vez a la semana la cinta de uno de ellos en una pantalla de las Cortes y los diputados ahorrarse el desplazamiento. Pero respondiendo a Rajoy, cuya estrategia consiste en repetir cada día "que la mejor política para España es la que menos se parezca a la que usted hace", Zapatero señaló, como tarea del nuevo Gobierno, mantener vivas "las señas de identidad de un proyecto progresista como son las políticas sociales y el prestigio de la cultura española". ¿Qué tiene que ver la cultura española con un proyecto de la izquierda para salir de la crisis? ¿Es que la derecha está en contra del prestigio de la cultura española? Identidad progresista y cultura española: coletillas para regalar los oídos de la ciudadanía.
En tiempos de dificultades, en todas partes se apela a lo identitario. Nicolas Sarkozy, sin ir más lejos, que acaba de sufrir un varapalo en un editorial del Financial Times, sin precedentes tratándose de un presidente de un país extranjero -al que dice, entre otras lindezas, que tiene que competir con algo más que la bufonería y no utilizar la presidencia de la República para su diversión-, acaba de proclamarse orgulloso "de haber restaurado en Francia un discurso que se apoya en la identidad nacional y republicana". Y convoca "a proseguir este trabajo abierto y sin tabúes de reafirmación de lo que significa ser francés". La identidad es la religión de la política. Una forma ideológica que no admite el cedazo de la crítica, porque apela al ser -a lo que soy- y no al estar. Y que permite encubrir intereses y sistemas de intereses con el manto de lo sentimental y de lo que trasciende a la vida de los ciudadanos.
Hay que tomarse en serio los discursos identitarios, es decir, romper los tabúes que los protegen y someterlos a la crítica interna, no sólo a la cacofonía de la confrontación con el Otro. De lo contrario, seguiremos asistiendo a la incapacidad de realizar los cambios de escala necesarios para que las cosas vayan mejor. Mientras los Estados nacionales no se cuestionen a sí mismos, y admitan que los sentimientos de pertenencia ni se imponen, ni se prohíben por decreto, no avanzaremos en la construcción de Europa; del mismo modo que, si cada vez que Cataluña negocia con el Estado, se acusa a los gobiernos de turno, por ambos lados, de venderse la patria por un plato de lentejas, el Estado autonómico acabará con un cortocircuito. También en política necesitamos una revolución laica.