El exnumerario del Opus Dei, Antonio Esquivias cuenta en un libro sus 30 años dentro de la organización, a la que pone nombres y apellidos
El año en que Antonio Esquivias decidió unirse al Opus Dei se estrenaba en todo el mundo el documental Woodstoock y Paul McCartney anunciaba que dejaba los Beatles. Mientras, en España, aún quedaba un lustro para que se acabase la dictadura franquista y la Obra era la opción más moderna para los jóvenes católicos.
Con 16 años, Antonio era entonces un adolescente madrileño con inquietudes espirituales que empezó a acudir a círculos de formación religiosa. En tan sólo dos meses acabó incorporándose a la organización en la que estaría 30 años y de la que ahora habla en un libro titulado El Opus Dei: el cielo en una jaula.
Poder y privilegios
Desde que se hizo numerario, no tardó en ascender y hacerse director del centro en el que estaba, donde vio pasar a personalidades como José María Michavila o Luis de Guindos. «Josemari era subdirector conmigo y tenía una capacidad increíble para el estudio. Se pasó a Derecho porque Historia le parecía poco estructurada y sacó 23 matrículas. Si en un examen no sacaba matrícula, lo repetía», recuerda Antonio.
Durante la época franquista, encontrar miembros del gobierno pertenecientes al Opus Dei era algo habitual, y esta práctica se ha mantenido con la democracia, exceptuando los mandatos del PSOE, porque la afiliación a ambos es inconcebible dentro de la organización, según explica Antonio: «Yo he oído personalmente decir al fundador de la Obra: «socialistas no podéis ser».
El fundador de la Obra, Josemaría Escrivá Balaguer, el Papa Juan Pablo II o los ya nombrados ministro de Economía y exministro de Justicia, son sólo algunas de las personalidades con los que Antonio trató durante los años que perteneció al Opus Dei y de los que habla en su libro, con el que pretende explicar «el poder que tiene la organización y entender así los privilegios y vacíos legales de los que goza».
La rutina del numerario
Durante sus primeros años como numerario, sus días se resumían en estudiar, rezar y leer. Cada mañana se levantaba a las 6:30 con el «minuto heroico»: ponerse en pie nada más sonar el despertador. Después, debía darse una ducha de agua fría como ofrenda al fundador de la obra y, sin desayunar, acudía a la primera misa del día. El resto de la mañana la dedicaba al estudio, con una sola pausa para rezar el Ángelus y por las tardes, acudía a clases de Ingeniería Agrónoma, carrera que se sacó con matriculas en cinco años a base de estudiar 10 horas al día.
También tenía que dejar tiempo para las mortificaciones, una parte fundamental en la vida espiritual que se exige a todos los numerarios: «Las mortificaciones corporales para todos son dos horas de cilicio al día; ese cacharro de pinchos en la pierna, y dos «disciplinas» a la semana; un latiguillo con el que te das en el trasero. Cuando vives en el centro, una vez a la semana los hombres tienen que dormir en el suelo y las mujeres, todas las noches, en una tabla».
El objetivo de estas mortificaciones es la purificación y controlar instintos como la sexualidad, que se coarta totalmente en pensamiento y obra desde que empieza a desarrollarse. De hecho, Antonio cuenta que una de las cosas que más le costó fue tener que dejar a su novia de la adolescencia. El control, sin embargo, no le costó tanto, y asegura que su primera masturbación no fue hasta cumplidos los 44 años. «Te decían que era un pecado horroroso y esa es una parte de mí que tuve completamente bloqueada durante todos esos años». También se acabó acostumbrando a los sacrificios de su «lista de mortificaciones»: pequeños placeres cotidianos a los que tenía que renunciar como prueba de fe, como el azúcar del café o apoyar la espalda en el asiento. «Era habitual que fueran cosas relacionadas con la comida y eso es algo que me ha costado mucho quitarme. Comía cualquier cosa que me pusieran, estaba acostumbrado a eso y cuando iba a un restaurante no sabía qué escoger, de hecho aún me cuesta porque cuando salí tuve que descubrir qué me gustaba».
Tampoco tenía dinero propio. Todos sus ahorros tuvo que entregarlos al centro al entrar, y si necesitaba algo, tenía que pedirlo y luego dar cuenta de en qué lo había utilizado, hasta del gasto más pequeño. Una austeridad que contrasta mucho de la que Antonio vio en los años que estuvo en el Vaticano preparando su sacerdocio, rodeado de muebles caros y pinturas de Tintoretto. Fue en esa época, en Roma, cuando empezó a abrir los ojos.
La confesión como instrumento de control
Sin embargo, no fueron las mortificaciones ni la anulación de la sexualidad lo que le hizo empezar a cuestionarse la Obra, sino el abuso que se hacía de la confesión como un instrumento de control dentro de la institución. «El director sabe absolutamente todo de los numerarios y eso lo van a usar contra ti para, por ejemplo, mandarte a otro sitio si lo consideran. Cuando fui sacerdote vi cómo hubo gente que me pidió que contara sus confesiones. Es una violación al derecho canónico y a la libertad religiosa». Tras denunciar estas prácticas a altos cargos de la organización, sin resultado, Antonio fue viendo como poco a poco le retiraron de toda actividad y entró en una depresión que le llevó a abandonar la Obra, fuese como fuese.
No se lo pusieron fácil. «Vino a verme el prelado, Javier Etxebarria y empezó a presionarme diciéndome que me estaba jugando la conciencia. Entonces me levanté y me puse a gritarle que yo era responsable de lo que hacía con mi vida, pero que él iba a ser responsable de todas las personas a las que estaban machacando la conciencia. Todo esto tuteándole, algo que era impensable hacia alguien de su categoría. Es la conversación de la que más orgulloso estoy de mi vida«.
Ahora, 15 años después ha rehecho su vida. Es Educador Emocional y está casado con Amina, una mujer marroquí y musulmana con la que tiene una hija en común y tres hijos de una relación anterior. Con ellos, está empezando a descubrir los pequeños placeres de la vida «sobre todo del cariño que es lo que más me faltaba y lo que más valoro ahora». Sin embargo, sigue luchando para que le reconozcan los años con los que estuvo trabajando para la Obra de cara a su jubilación. No es fácil, puesto que no existen documentos que acrediten su trabajo. «Nadie tiene nada, ni siquiera fotografías». Por eso, ha decidido plasmar su historia en un libro, para explicarle al mundo lo que es en realidad el Opus Dei, y también, dice, para explicarse a si mismo cómo pudo pasar tantos años dentro de una organización tan despersonalizante. «Pero claro, eso, lo veo ahora», sentencia.