Pero, además, la voluntad política del laicismo debe prepararse para una etapa de cambios sociales en desarrollo, en que la mundialización puede atentar contra la doctrina clásica de la soberanía del Estado, por delegación de la ciudadanía, a cambio de ser garante a sus derechos. La noción moderna de sociedad civil determina la existencia del espacio público donde el hombre puede participar individual como colectivamente, en un escenario que vigila el poder democrático y de neutralidad religiosa. Es aquí donde se manifiesta la aspiración laica de conquista a la ciudadanía, bajo el imperio de reglas democráticas que impidan los monopolios dogmáticos. El laicismo político defiende las prácticas que mantengan el respeto a la pluralidad de intereses sociales, y a la voluntad ciudadana, dentro de los márgenes auténticamente democráticos de libertad y tolerancia.
El laicismo, en su expresión genérica, como principio esencialmente humanista, presentó en sus comienzos, y como base de su vertebración posterior, el respeto a la libertad de conciencia y a la autonomía de la voluntad como derechos inherentes a la condición del hombre. Más que un alegato contra las imposiciones dogmáticas, se procuraba la legitimación de una coexistencia tolerante en el espacio público entre creyentes, ateos o agnósticos.
El laicismo ha reclamado siempre por el derecho a creer en cualquiera deidad o principio religioso como el derecho a la discrepancia, entregando al Estado la obligación de garantizar este principio de contenido político y filosófico.
Bajo el principio de que la soberanía reside en el pueblo y en que éste delega sus facultades en el Estado, como pacto social, surge para el Estado la obligación superior de garantizar, entre otras materias, la tolerancia religiosa y no confesional, ya que precisamente por ser democrático, es fundamentalmente laico, en el doble sentido de ser neutro y prescindente en materia de creencias y garantizador de la libre práctica y adhesión religiosa de los miembros de la sociedad, así como el respeto hacia quienes no profesan religión alguna.
La naturaleza de esta prescindencia obliga al Estado a no privilegiar a ninguna organización religiosa o laica, en cuando a su desarrollo, práctica o aprovechamiento de recursos o influencia estatal en desmedro de los demás, como expresión de libertad, igualdad y tolerancia. Precisamente, como uno de los valores que el laicismo destaca en su raíz humanista, es la tolerancia. La Organización de las Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia, UNESCO, y la Cultura ha recogido en su Declaración de noviembre de 1995, el significado laico de la tolerancia:
“La tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas. La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. La tolerancia es la virtud que hace posible la paz y contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz. La tolerancia es la responsabilidad que sustenta los derechos humanos, el pluralismo, la democracia y el estado de derecho.
Significa que toda persona es libre de adherirse a sus propias convicciones y acepta que los demás se adhieran a las suyas.
También significa que uno no ha de imponer sus opiniones a los demás”. La declaración define igualmente la función del Estado frente al principio de la tolerancia: “En el ámbito estatal, la tolerancia exige justicia e imparcialidad en la legislación, en la aplicación de la ley y en el ejercicio de los poderes judicial y administrativo”.
En cuanto a los medios de comunicación, sostiene: “Los medios de comunicación pueden facilitar el diálogo y el debate abierto, difundiendo los valores de la tolerancia y poniendo de relieve el peligro que representa la indiferencia ante el surgimiento de grupos e ideologías intolerantes”.
Y al referirse a la educación, señala que ella debe enseñar a las personas sus derechos y libertades y en fomentar la voluntad de protegerlos de los demás, como una manera de contrarrestar las influencias que conducen al temor y la exclusión de los demás.
Esta declaración de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, es en todo coincidente con los principios del laicismo y que, en brevísima síntesis, viene a representar el sentimiento laico de la alteridad o respeto al otro.
Conocidas estas generalidades, se hace comprensible que en la historia de la humanidad sólo haya sido posible a una aproximación a un Estado Laico ideal en los dos últimos siglos, cuando surgen los Estados democráticos y democratizan algunas monarquías.
Las viejas reyecías, en el mundo occidental, vincularon su poder a las Iglesias Cristianas, colocando al monarca en el nivel de las divinidades. Tanto para el Rey como para la Iglesia, esta asociación potenciaba sus respectivos poderes. Un ejemplo concreto de esta realidad es el proceso de la independencia de las colonias españolas.
Y es que, cuando la sociedad europea pasa a identificarse con el catolicismo romano, a partir de Constantino, se da origen a una comunidad de fe, en que la religión llega a ser parte constitutiva de una sociedad completamente intolerante.
Como se sabe, hasta mediados del siglo XVIII, la tolerancia religiosa no se conoce como práctica en Europa.
Sólo con el cambio en las estructuras sociales, el laicismo político, en la aplicación rigurosa de su contenido humanista, pasa a tener una vigencia clave en el mantenimiento de la imparcialidad de un estado democrático, en la fiscalización y rectificación de sus eventuales desvíos discriminatorios y en la fortaleza creciente del principio de la tolerancia. Llevar estos cambios a los niveles globales parece ser, por ahora, tan difícil como lograr el respeto de estos principios a niveles locales o simplemente estatales.
Los diversos modos de trabajo en el propósito común de vigorizar los principios del laicismo político, han enfrentado el avatar de una lucha constante, razón que hace cada vez más ineludible la consolidación de una doctrina laica, cuya orgánica sea con urgencia planteada en los niveles nacionales e internacionales.
La pasividad, la contemplación del mundo laico, en muchos casos un Estado de resignación, debilita, naturalmente, la propia noción del Estado democrático. Mientras el individuo sólo es usado para las funciones electivas, las confesionalidades tienen mayores posibilidades en el manejo de los asuntos estatales, impidiendo el desarrollo de las ideas laicas y asumiendo un poder real que no oculta su prepotencia.
La ciudadanía, como el espacio público, son para el laicismo político elementos tan indispensables como la propia democracia en que se sustenta. La ciudadanía real parte de un ejercicio crítico y racional, consecuentemente laico, capaz de ejercer en plenitud su derecho a la participación en el poder y su generación. En consecuencia, no puede aceptarse un poder público administrado por grupos de cualquier naturaleza
religiosa.
La libertad política se ampara en este ejercicio ciudadano eminentemente republicano; pero cada día menos respetado por los mecanismos electorales.
La conquista de la ciudadanía va más allá de un mero compromiso social. Es el gran salto a la democracia. Sin embargo, el debilitamiento de la responsabilidad ciudadana es evidente, aproximándola a la indiferencia o a posiciones neutras.
El espacio público, la esfera pública, manejado bajo la concepción moderna de ciudadanía, supone la participación activa del ciudadano –el hombre integral con derechos consagrados por un principio contractual con el Estado- que asume un papel garantizador de la vigencia real de otros derechos.
Al plantear, entonces, la conquista de la ciudadanía, el laicismo reclama un derecho de participación real en las decisiones y políticas nacionales, sin que, necesariamente, deba utilizar los canales de expresión tradicionales, como los partidos políticos, las fuerzas gremiales, la concentración del capital o la intervención estatal.
Desde luego, la sola separación de la iglesia del Estado no ha delimitado –como se esperaba y se creía- las confesiones religiosas al área privada.
A pesar de las fórmulas democráticas y republicanas del gobierno, tampoco se ha logrado en plenitud un Estado completamente neutral en materias religiosas. La Iglesia Católica en particular, mantiene intocados sus mecanismos de poder que la ubican como una confesionalidad dominante, al menos en América Latina. Ello le permite enfrentar a cualquier gobierno progresista, con la pretensión de ejercer una contraloría moral, para la imposición de normas amparadas en su rigurosidad
dogmática.
El laicismo, el laicismo político, entretanto, no aparece como fuerza organizada capaz de romper el gran cerco confesional que impera en la educación. Aparece, además, dañado por los sistemas políticos que han postergado ostensiblemente la participación ciudadana. Educación y ciudadanía siguen siendo, por ello, los factores que hacen posible un espacio público de autenticidad tolerante y democrática.
Esta lucha es para mí el laicismo político.
Antes de concluir mi intervención, permítanme entregarles una información que me parece importante, por que constituye una expresión germinal del laicismo en la confrontación pública partidaria:
Pocos días antes de iniciar nuestro viaje a Colombia, uno de los partidos políticos chilenos de centro izquierda nos sorprendió con una proclamación pública, a propósito de las Normas de Regulación de la Fertilidad, atacadas violentamente por la jerarquía católica. La proclama dice en algunas de sus partes:
“LA DEMOCRACIA ES LAICA O NO ES DEMOCRACIA ¡RECHAZEMOS LA INJERENCIA RELIGIOSA EN LAS POLÍTICAS PÚBLICAS!”.
“El Estado chileno es laico, y como tal debe estar legitimado por la soberanía popular y el consentimiento del pueblo, nunca por sectores confesionales”.
“Por el contrario, la democracia se afirma en valores laicos, garantiza el respeto a la convivencia de las personas y les permite expresarse en libertad, autonomía y dignidad, y la consonancia con sus diversas realidades de vida”
El laicismo político, esto es la exclusión de la injerencia de las iglesias en las decisiones de ese tipo, implica hoy el real respeto por los Derechos Humanos, por la libertad del hombre en las decisiones de gobierno, por la neutralidad de los poderes del Estado y sus órganos en materia religiosa, fijando las políticas públicas de modo de entregar las posibilidades para que cada uno decida, conforme a su más recto y leal entender, en materias de tipo moral; esas políticas públicas deben también considerar a la inmensa masa de población que por carecer de recursos no tiene acceso a la educación de calidad por lo que es pasto de la influencia fácil que tiene como trasfondo el premio o el castigo.
El laicismo político está en condiciones de entregar una base de sustentación a las relaciones sociales que, efectivamente, introduzca paz y entendimiento entre los hombres, con pleno respeto a las concepciones metafísicas y a que cada cual adhiera al sistema ético que mejor conforme su conciencia moral.
He aquí una interesante tarea de las organizaciones laicas, como son los ILECs o de otro nombre: impulsar acciones individuales y concertadas para que esta expresión del laicismo, efectivamente, sea patrimonio de la sociedad.