Copio el título en homenaje a un libro de ensayos de Rob Riemen (Arcadia 2006), director del Nexus Institute. El libro me impresionó vivamente, pues analiza en tres ensayos, al que se suma un excelente prólogo de Georges Steiner, la independencia de pensamiento y el amor a la verdad del que hicieron gala determinados intelectuales europeos, y reivindica la vuelta a esta idea olvidada que debería regir al intelectual de hoy.
El enunciado puede parecernos obsoleto, tanto en lo que se refiere al término nobleza como al de espíritu, tan oxidada y olvidada está una idea fundamental que animó el humanismo desde siempre y que se sitúa en la base de la conciencia moral, retando a rechazar la mentira, el pragmatismo acomodaticio que dinamita la dignidad y la ética individual, para apostar por la valentía y la verdad, aun a costa de nuestros intereses particulares, por la búsqueda de la excelencia, y por el triunfo del saber sobre la ignorancia y la barbarie. Esto es lo que Riemen y Steiner entienden por 'nobleza de espíritu'. Unos valores que han quedado enterrados, esperemos que no para siempre, entre las montañas de objetos que los sustituyen en nuestras sociedades opulentas.
A menudo asociamos el llamado a la moral con la retórica de la ideología conservadora (que tantas veces apela a la moralidad con fines oportunistas, como arma arrojadiza contra la izquierda), olvidando que la tarea de revisar, levantar y profundizar en los ideales que han de regular nuestra sociedad en un mundo en permanente cambio es una tarea pendiente de la izquierda, que incurre en la misma dejación que la derecha en el tema que hoy nos ocupa. Educar en una moral laica, universal, vinculada a los derechos humanos, nos parece hoy más urgente que nunca.
En un comentario al libro de Riemen, el intelectual mexicano Jesús Silva-Herzog señala el ejemplo de Leone Ginzburg, quien en enero de 1934, al negarse a jurar lealtad al régimen fascista, perdió su cátedra en la Universidad de Turín. Cito: "Sé valiente" escribe como un último aliento. "Esa valentía socrática es el arrojo de buscar sabiduría en un mundo que premia la ignorancia, de distinguir el bien del mal en tiempos que se empeñan en negar la moral y de buscar la verdad, aunque las mentiras sean más cómodas".
La actitud de quienes se regulan por esa nobleza de espíritu contrasta profundamente con la laxitud moral de nuestras sociedades actuales, un hecho constatado que se expresa cotidianamente en multitud de emergentes, entre ellos la falta de reacción ante comportamientos públicos viles, como los escándalos de corrupción de Berlusconi, los más cercanos del caso Gürtel, o del recién destapado caso Limusa. La justificación desvergonzada de estos hechos por parte, no ya de sus protagonistas, sino de sus allegados y de los partidos a los que pertenecen, manifiesta la pérdida de esa nobleza de espíritu que garantizaría la defensa mayoritaria de la verdad frente a sus inevitables desviaciones. Aún así, lo más grave es, sin duda, que la esperada reprobación de los ciudadanos no se realice. Después de meses de escándalos, la pérdida de intención de voto de Berlusconi sólo alcanza el 4%. Javier Marías (El País, 12 julio 2009) hacía referencia al mismo fenómeno en el electorado español, que recompensó en las últimas europeas la corrupción del PP, en lugar de castigarla.
La repugnancia que la ciudadanía debería sentir como una reacción natural ante estas conductas se ha diluido en una tolerancia apática que perturba la convivencia presente -pues nos deja sin ideales para gobernar lo público- y augura un futuro donde las generaciones que nos siguen no encontrarán ya apoyatura moral alguna con la que guiar sus erráticas conductas. La naturalización de la corrupción, de las conductas incívicas y amorales, la aceptación y la connivencia con la mentira, tienen unas consecuencias de largo alcance que, a mi entender, apenas estamos intuyendo.
El individuo moral, en vías de extinción, lucha por mantener su conducta de acuerdo con los valores que se ha impuesto como rectores de la misma, aunque no lo consiga siempre. La tensión moral, la incomodidad permanente entre lo que somos y lo que queremos ser, es el motor de la ética personal y del aprendizaje humano, y cómo no, el origen de la culpa. La culpabilidad, tan demonizada en la sociedad hedonista y presentista que hemos creado, es indispensable para la convivencia. La culpa es un eficaz freno contra el interés y el egoísmo individual que hemos asociado a la religión, pero que forma parte de la estructura de todas las sociedades humanas.
Reivindiquemos, pues, una culpa laica. Sentirnos culpables respecto a nosotros mismos, respecto a nuestro ideal y respecto a los demás, implica una consideración del otro como semejante, como ser en el que palpitan los mismos afectos y/o sentimientos que en uno mismo, así como la necesidad de respetarlo. Comporta, además, la vergüenza por el mal que se ha hecho, el arrepentimiento y la reparación.
Cuando el sentimiento de culpa está ausente en un individuo concreto nos encontramos con la psicopatía, con las conductas asociales de quienes no respetan las normas de convivencia; pero ¿qué sucede cuando lo exiliamos de la sociedad en su conjunto?
En una escena recreada por Reimen, Camus, Sartre, Malraux y Koestler reflexionan sobre qué harán después de la guerra. Camus, que se había mantenido callado, por fin, pregunta: "¿No creen que todos somos responsables de esta falta de valores? ¿Y si confesásemos públicamente que nos hemos equivocado, que existen valores morales, y que en lo sucesivo haremos lo necesario para fundarlos e ilustrarlos?" La sesión se levantó apresuradamente.
Lola López Mondéjar
es psicoanalista y escritora.