El 13 de mayo de 2003 Antonio Fernández Poyato, entonces Vicepresidente ejecutivo de CajaSur en representación de la Diputación Provincial de Córdoba, denunciaba en un artículo en El País (que el autor tituló "Expolio de lo público en nombre de la Iglesia") el despropósito antidemocrático que suponía la privatización de una entidad financiera que había sido fundada por dos entidades (Iglesia y Diputación) con dinero que venía de las arcas públicas.
Con la ayuda del PP, que se acogíó a los Acuerdos del Estado Español y el Vaticano de 1979 para saltarse la legalidad que sustenta el funcionamiento de las Cajas de Ahorro, la Iglesia expropió a la Junta de Andalucía la competencia de control de la entidad, y el Consejo de Administración de CajaSur pasó a estar dominado por miembros representantes eclesiáticos, perdiendo, a su vez, la Diputación su condición de entidad fundadora.
En otras palabras, una entidad financiera que se había creado con dinero de los contribuyentes para, supuestamente, ofrecer un servicio de crédito y ahorro a la sociedad, se convirtió en un negocio particular de la Iglesia. Más claro aún, la Iglesia hizo un negocio redondo, recibiendo dinero público y convirtiéndolo, a su antojo, en dinero propio con el que comerciar.
Seis años más tarde, parafraseando un titular de prensa, "la Iglesia vende cara la fusión de CajaSur con Unicaja", y el Estado se verá forzado a inyectar 1.050 millones de euros destinados a regular el capital y a tapar la morosidad de las dos entidades fusionadas. De nuevo, el dinero público (ése que sale de las retenciones de los que trabajan por un sueldo con el que subsistir) desviado a manos privadas. No es nada nuevo, y deberíamos estar acostumbrados a estos desmanes y fechorías de los que hablan y hablan de caridad mientras se apropian de lo ajeno.
No es de extrañar que aquellos que, hasta finales del XIX, actuando en nombre del llamado Santo Oficio (lo de "santo" es canallesco), ejecutaban a los que no pensaban igual y, de paso, confiscaban sus bienes y los de la familia entera, no pongan ningún reparo a la hora de apropiarse de todo lo que huela a dinero. Con esos antecedentes, es una quimera esperar otra cosa de una organización, la católica, que nos muestra día a día que sus intereses verdaderos son muy otros a los que dice tener, ésos con los que anestesia la conciencia de una parte de la ciudadanía.
Y es un despropósito que siga habiendo en España ese sector (afortunadamente cada día más reducido) de ciudadanos que estén tan ciegos que no perciban la realidad de las organizaciones religiosas, que sigan refrendando la confesionalidad del Estado, que no intuyan que, tras el escaparate benefactor, lo que hay es una inmensa voracidad de poder y de dinero a costa de los bienes que deberían destinarse al progreso democrático y al bienestar social. Mientras tanto, esos que predican la expulsión de los que comerciaban en el templo, paradójicamente no dejan de comerciar con el dinero público y, lo que es peor, con la moral humana y las conciencias.
Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laica