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¿Y si empezamos a caminar hacia un Estado Poscristiano?

Durante la celebración del I Encuentro Laicista en Extremadura, organizado por Cáceres y Europa Laica este pasado fin de semana en el Ateneo – ofrecí la conferencia "¿Hay alternativas a los valores judeocristianos?" Aunque este artículo no es exactamente la conferencia – que pronto estará disponible en Youtube – lo cierto es que puede servir como un buen resumen de las líneas maestras de lo que defendí esa mañana en el marco del Encuentro. 

Pronto seguiremos añadiendo más reflexiones sobre las otras conferencias en este blog.

Nos decimos laicistas, reclamamos una sociedad laicista para – a continuación – conformarnos con la separación Iglesias / Estado, la neutralidad de las instituciones en materia religiosa y la estricta igualdad entre las distintas ficciones religiosas que han creado los hombres para afrontar lo trágico de la realidad, esto es, la muerte, para decirlo más claramente.


Sociedad laicista. Conforme. Al menos más que hace medio siglo. Incluso – por qué no ser optimistas –atreverse a vislumbrar una sociedad en un futuro más o menos lejano, que si bien no es atea, al menos es mayoritariamente agnóstica, confesional moderada (valga el oxímoron) o relativamente indiferente a los dogmas que dan sentido a las dos grandes religiones monoteístas de nuestros días: el Islam y el Cristianismo.

Pero – y he aquí un problema – existe un laicismo e incluso un ateísmo cristiano. Sí, un ateísmo cristiano capaz de negar a los dioses o ser indiferente a ellos y que sin embargo defiende el sistema de valores y virtudes de la episteme judeocristiana: el valor de la familia – tradicional, obviamente, heterosexual y convenientemente casada -, el valor de la monogamia, la austeridad en las costumbres, el servicio a la patria, la caridad, la pertenencia a una especie (la humana, claro) como fuente de todo derecho… Podríamos seguir.

Es preciso, por lo tanto, reinventar una nueva ética y sistemas de valores poscristianos, inmanentes, para el aquí y ahora, sin confiarlos a ninguna autoridad divina ni humana. Una apuesta fuerte, sin duda. Veamos los combates – gramscianos – que se precisan afrontar:

Primer combate: la historia

¿Qué libro de secundaria se atreve a plantear la siguiente obviedad historiográfica? Que las fuentes existentes no nos permiten afirmar con rotundidad que Jesús existiera o no existiera en el siglo I, al menos, que existiera tal y como es relatada su vida en los Evangelios canónicos.

Menos aún encontraremos un libro de enseñanza que se atreva a mencionar la siguiente apuesta: que Jesús es un personaje inventado. Y sin embargo, en el mundo académico, esto se discute y muchos lo defienden. Pero “esto” nunca sale del debate cerrado universitario o entre una minoría ilustrada. No es, pues, un problema para las religiones.

La enseñanza que se imparte en nuestros centros falsea la realidad pasada: Nos dice (y no sólo en los libros de textos de religión) que Jesucristo vivió y murió realmente, que una entidad omnisciente y omnipotente ha intervenido en la historia y que la Biblia es la expresión de su palabra. “Las Sagradas Escrituras han sido escritas bajo inspiración del Espíritu Santo” leemos en la Biblia de Nacar-Colunga.

Para un historiador la “fuente” no es cualquier cosa. Todo su castillo argumental se levanta sobre fuentes. Todo se discute si las fuentes son inciertas: la existencia de Pitágoras, de Homero, de Shakespeare, las crónicas de la Ilíada… Pero cuando llegamos al mundo de las religiones estamos dispuestos a suspender ese mismo juicio crítico: no nos compliquemos la vida, dejémoslo pasar, hay que respetar las creencias de los demás aunque se basen en mentiras… Los recursos de disculpa son abundantes.

La Biblia – digámoslo ya – fue rehecha a lo largo de siglos, respondiendo a distintas y contrapuestas tradiciones. Muchos de sus mitos, como el Diluvio, copiados de otras culturas. Entre sus textos abundan las contradicciones y los errores. Se inventan hechos o lo falsean.

El propio texto ya es en sí un problema: antes del siglo IV no tenemos copias – no digamos originales – de los llamados Evangelios canónicos. Y los canónicos convivieron muchos siglos junto a los apócrifos, aquellas otras obras que planteaban variaciones sustanciales sobre la misma historia. Ninguno de los evangelios fue escrito directamente por autores que vivieran junto a Jesús. Todos son posteriores. Las cartas de Pablo son las más antiguas… personaje que tampoco conoció a Jesús y que apenas transmite noticias sobre su vida.

Nuestro actual Nuevo Testamento es constantiniano. Hay que esperar al emperador Constantino I, llamado por la Iglesia “El Grande” y por sí mismo “el decimotercero apostol” para que una Iglesia en el poder afronte la tarea de reunir los evangelios, purgarlos (la expresión es adecuada), corregirlos, armonizarlos y destruir todos aquellos otros textos que contradijesen la, desde ese momento, Verdad Absoluta. El Espíritu Santo, dicen.

En todo caso los Evangelios nunca debería ser tomados como libros que buscasen algún tipo de verdad histórica. Su función era la de propagar una fe, en abierta competencia con otras confesiones parecidas: los llamados cultos mistéricos, con sus dioses que nacieron de una virgen, murieron al tercer día y resucitaron: Orfeo, Cibeles, Osiris, Mitra. Algunos de estos cultos eran contemporáneos al cristiano, otros, mucho más antiguos. Del “Sol invictus” que el paganismo celebraba todos los 25 de diciembre los cristianos copiaron la navidad. De Mitra, sus ritos eucarísticos, como la misa mitraica. Las viejas procesiones de héroes grecolatinos se convirtieron en procesiones de santos, cuyos huesos martirizados milagrosamente se encontraban.

¡Ah! El santoral. Qué prodigios no se habrán llevado a cabo: santos martirizados con torturas que no existían en tiempos de los romanos. Niños devorados milagrosamente resucitados. Aquel santo al nacer ya bendecía con la mano derecha, revelando su futura condición de obispo, esa otra, al comulgar, descubría en su lengua el prepucio de Jesucristo. La cristiandad, ciertamente, puede presumir de milagros. Lástima que en estos tiempos nuestros donde todo deja huella éstos escaseen o sean más comedidos en la suspensión de las leyes de la naturaleza.

Y ésta es la historia que se pretende enseñar o ante la cual los historiadores hemos de suspender el juicio crítico para no ofender.

Segundo combate: contra las visiones verticales

Las Iglesias reclaman al Estado un espacio para que sus éticas puedan ser discutidas y asumidas por la sociedad. Reclaman intervenir, apelan a que una sociedad mayoritariamente religiosa se gobierne por principios religiosos. Incluso, lo hemos visto aquí en temas como el aborto o la homosexualidad, las Iglesias reclaman que lo que ellas consideran “pecado” el Estado lo legisle como “delito”.

La palabra mágica es “ley natural”. El matrimonio heterosexual es lo natural. Tener hijos es lo natural. En el otro campo, los anticonceptivos, la homosexualidad, el aborto, la eutanasia es antinatural.

Hay dos defectos de origen por los cuales el Estado no puede asumir ninguna moral religiosa para imponerla como ética colectiva: el primero, que lo que nosotros llamamos “leyes naturales” son a menudo productos culturales, comportamientos adquiridos en sociedad, sin código cifrado en el ADN. El segundo defecto, el más importante, que toda religión asume que hay una ética que procede de algún dios y que es obligación de la sociedad asumir ese mandato. Contra esa visión vertical del mundo hay que luchar.

En palabras de Bernat Ribot “la principal particularidad de una moral religiosa es que sitúa la voluntad de sus dioses por encima de la felicidad humana”. Y eso es inaceptable. Para una persona religiosa sus actos son buenos o malos con independencia de las consecuencias – negativas o positivas – que se deriven del mismo: es preferible morir indignamente, sufrir aunque se pida expresamente lo contrario, antes que incumplir el mandato que una pretendida divinidad hace miles de años impuso a un pueblo de pastores semíticos. Mejor dicho: es preferible que los otros sufran, pues el religioso no se conforma con practicar él lo que predica, prefiere que también lo practiquemos los demás. Valga el ejemplo también para el aborto, con una curiosa particularidad: el derecho a la vida pertenece a un feto sin sistema nervioso y sin conciencia, nunca a la propia mujer, ese ser sufriente.

Tercer combate: hacia otras éticas

Étienne de la Botie escribía en su “Discurso sobre la servidumbre voluntaria” que “no se necesita pulverizar el ídolo, será suficiente no querer adorarlo”. Traduzcámoslo al lenguaje de nuestro siglo: el combate no reside únicamente en hacer más invisibles las religiones, en hacer más laico el Estado. El nuestro es un combate en el campo de las ideas, gramsciano, de búsqueda de nuevos valores y éticas que puedan llegar a ser hegemónicos.

He aquí los principios necesarios que nos permitan construir esa nueva ética laica poscristiana:

En primer lugar, precisamos de una ética inmanente, que no busca la felicidad en mundos del más allá, sino en el nuestro, aquí y ahora.
Esa ética solo será posible desde un Estado laico y desde una escuela pública donde sólo pueda resultar aceptable como enseñanza lo verificable.
Una nueva ética que se base en la siguiente tríada: humanidad / materia / razón.
Que consagre el derecho inalienable a no sufrir.
Que se base en la libertad de conciencia.
Que atienda a la alteridad. Amar al prójimo es fácil – al que está a nuestro lado, al que piensa igual que nosotros – Respetar “al otro”, eso ya no lo es tanto.

Por resumirlo en expresión de Bertrand Russell: “Un código es bueno o malo según fomente o no la felicidad humana”.

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