La tradición laica del Estado y la educación es un motivo de orgullo para la ciudadanía de nuestro país. Concebido inicialmente como una actitud básica de respeto por el derecho de todos a pensar libremente, el laicismo tuvo su primera expresión en la separación de la Iglesia del Estado, medida que deja en claro que el Estado uruguayo no tiene una religión oficial, aunque garantiza la libertad de cultos consagrada por la Constitución.
Como afirmación de nuestra tradición liberal, al adoptarse esta medida, estuvieron de acuerdo con ella no solamente quienes no profesaban ninguna religión, sino también destacadas figuras del quehacer nacional que eran fervorosos creyentes. Fue, pues, por encima de todo, un capítulo de nuestra historia de afirmación del respeto por la libertad de conciencia, un capítulo honroso de nuestras mejores tradiciones libertarias.
Por extensión, el derecho del ciudadano a adoptar libremente la religión y la manera de pensar que más le plazcan, sin influencias ni imposiciones del Estado, se extendió con énfasis especial a los niños y jóvenes, haciendo que la educación fuese también laica, es decir, impidiendo que pudiera desnaturalizarse el proceso educativo convirtiéndolo en adoctrinación de ningún tipo, ya sea política o religiosa.
Un buen ejemplo de esto puede hallarse en la enseñanza de la historia. Aunque tal vez no fuera lo mejor por otros conceptos, los programas de Historia Nacional no abarcaban los 20 años más recientes, a efectos de evitar que escribieran la historia quienes estaban siendo o habían sido protagonistas de los hechos que ella narra y difícilmente pudieran tener una visión objetiva de los mismos por grande que fuera su probidad intelectual. Nótese también que una de las más prestigiosas figuras de nuestra historiografía, el Prof. Pivel Devoto, no pertenecía al Partido Colorado que gobernó durante la mayor parte del siglo XX, sino al Partido Nacional, opositor.
Es decir que no solo no se enseñaba una "historia oficial", sino que simplemente no la había.
Esta actitud de respeto por la libertad de conciencia pudo verse claramente en el manejo de canal oficial de televisión. El canal del Sodre, mientras gobernaban los partidos tradicionales, nunca fue un vehículo de propaganda oficial. Más aún, fue trabajando en él que hicieron carrera algunas figuras muy conocidas del periodismo nacional que notoriamente pertenecen a la izquierda. Allí tuvieron sus programas sin condiciones ni limitaciones para ejercer su tarea.
Hoy tenemos, en cambio, un Municipio que cuesta un dineral aunque no cumple con sus cometidos básicos y que malgasta el dinero de los contribuyentes manteniendo un totalmente prescindible canal de televisión donde se hace propaganda política en cantidades industriales.
Por su parte, el gobierno y los historiadores políticos que pertenecen al partido de gobierno se han preocupado de escribir la "historia reciente" contando los hechos que aún son materia de debate político, según su particular punto de vista.
Los episodios recientes de intolerancia vividos en la educación, con la persecución de algunos docentes por el mero hecho de apartarse de la línea oficial, trazada por el partido y por los gremios, que ya forman parte de la conducción del país, nos están mostrando que las cosas han cambiado trágicamente. Lo que vemos, lo que leemos, lo que oímos, no nos permite alentar ninguna esperanza de que en la educación que reciben nuestros hijos se estén poniendo en práctica los principios del laicismo y de la tolerancia. Más bien nos hacen pensar que imperan allí el fanatismo y la intolerancia. Profesores que han adoptado sus ideas (derecho que nadie les niega) y las han convertido en una verdadera religión secular; que no tienen inconveniente en sacrificar al colega que esboza la más sencilla disidencia, como el inquisidor que condena al hereje a la pira, no constituyen precisamente una garantía de respeto para la libertad de conciencia de los educandos.
Ya no solo tenemos que preguntarnos si estamos financiando con dineros del Estado una educación carísima e ineficaz sino, además, si estamos poniendo a las nuevas generaciones en manos de propagandistas que habrán de oscurecer sus mentes, en vez de ofrecerles la oportunidad de crecer intelectual y moralmente en contacto con educadores. Es la diferencia entre abrirle la mente al alumno para que pueda pensar con cabeza propia, o ponerle anteojeras para que siga el camino -el único admisible, según lo impone el fanático- que le habremos predeterminado.
Si la ineficiencia ya era grave, esto último es gravísimo.