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¿Y el Estado laico?

La Presidencia de la República anunció que el señor Felipe Calderón asistirá al Vaticano a la beatificación del papa Juan Pablo II, en su calidad de Jefe del Estado Mexicano. Es decir, asistirá en visita oficial, con la representación del gobierno y del pueblo de México.

Esta decisión viola el espíritu de la reciente reforma al artículo 40 constitucional promovida por la Cámara de Diputados para incorporar la palabra “laico” a la definición de nuestro régimen político: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República laica, representativa, democrática, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en la Federación establecida según los principios de esta ley fundamental”.

Si bien esta reforma necesita aún la aprobación del Senado para entrar en vigor, es claro que la laicidad del Estado Mexicano está contemplada en otros artículos de la propia Constitución y en diversos ordenamientos secundarios, donde la separación Estado-iglesias ha quedado estipulada de manera estructural y axiológica.

El laicismo mexicano consagrado en la Constitución no es fundamentalista ni anticlerical. Es decir, no prohíbe a los jefes de Estado profesar en lo personal creencia religiosa alguna; lo que mandata de manera expresa a los servidores públicos de todos los niveles es separar sus profesiones de fe personales de su función pública como autoridades y representantes de la República.

Esto significa que, en la esfera privada, el titular del Ejecutivo puede practicar el culto religioso que más le convenza: católico, protestante, musulmán o el agnosticismo; en contraparte, en la esfera pública, tiene que ser laico, es decir, independiente, autónomo y al margen de cualesquier religión. Ello, con el fin de garantizar la imparcialidad, objetividad, neutralidad, tolerancia y certeza de la autoridad frente a una sociedad religiosa y culturalmente plural.

El laicismo es, en este sentido, una doble garantía de protección constitucional: tanto para las religiones frente a un Estado con pretensiones confesionales; como para el Estado democrático mismo, frente a religiones fundamentalistas, integracionistas o totalitarias.

La oficina presidencial podrá argumentar que la mayor parte del pueblo mexicano es católico, apostólico y romano, y que reconoce la influencia espiritual de los Papas, especialmente de Juan Pablo II en la mayoría de los gobernados; por ello, la asistencia del señor Felipe Calderón al Vaticano está justificada y es obligada. Sin embargo, la laicidad no es un asunto cuantitativo de mayorías, sino cualitativo de tolerancia, protección y tutela de los derechos de las minorías religiosas.

Desde esta perspectiva, Felipe Calderón tiene derecho de asistir a la beatificación del papa Juan Pablo II en calidad de ciudadano mexicano, sufragando sus propios gastos y mediante un permiso laboral de por medio. Lo que no puede hacer, dada la laicidad del Estado mexicano mandatada por la Constitución, es asistir como Jefe de Estado, con recursos, transporte y comitiva oficiales.

Si asiste como “Jefe de Estado” a esta ceremonia en el Vaticano, tendrá que honrar también el resto de las invitaciones que lleguen a extenderle las más de 20 religiones que actualmente se profesan de manera activa en el mundo; incluida la cienciología, que practican Madonna y John Travolta; o el neopaganismo sudafricano, o el rastafarianismo caribeño. Por ello, lo más conveniente es tomar distancia frente a todas ellas, sin favoritismo de ninguna clase, con respeto y tolerancia hacia estas profesiones; valores culturales que precisamente garantiza el laicismo.

Desafortunadamente, hay una creciente confusión entre lo público y lo religioso, no sólo a nivel del Ejecutivo federal, sino en algunas entidades de la República. Hace apenas dos años Los mandatarios de Jalisco y Guanajuato, Emilio González Márquez y Juan Manuel Oliva Ramírez, emprendieron un proceso de desincorporación de recursos públicos por causa de utilidad religiosa que causaría la envidia de los gobernadores islamitas del Medio Oriente.

El primero destinó 105 millones de pesos del erario para dos obras piadosas: la construcción del Santuario de los Mártires (90 millones de pesos) y para reforzar los fondos del Banco Diocesano de Alimentos (15 millones). Mientras que el mandatario de Guanajuato destinó 80 millones de pesos (con apoyo del gobierno municipal de la ciudad de León, de filiación panista) para la adquisición y demolición de edificios circundantes a la Catedral del estado. En esta entidad también se registra otro caso notable de donación pública con fines celestiales: el ex alcalde panista de Salamanca Ignacio Luna Becerra donó a la Diócesis de Irapuato más de dos hectáreas de tierra valuadas en casi dos y medio millones de pesos para construir dos iglesias, una en las colonias Los Sauces y otra en Villa Petrolera. En dos entidades más, gobernadas en su momento por el PAN, se hicieron entregas similares de recursos públicos, Morelos y Querétaro. Es decir, la kurdistanización del erario cunde como cáncer público.

En su momento, el argumento propiciatorio de estas megalimosnas con cargo al fisco fue la “promoción del turismo religioso”. Esta explicación fortalece más la sospecha de que algunas autoridades panistas profesan realmente el islamismo o el judaísmo y no el catolicismo. El prototipo de “turismo religioso” en el mundo son los santuarios de La Meca en Arabia Saudita, la Mezquita de Omar en Jerusalén y El Muro de los Lamentos en la misma ciudad santa. ¿Es que Guadalajara y León están destinadas a ser La Meca de los católicos mexicanos? ¿Hacia esos dos nuevos lugares santos habrá que dirigir en un futuro no muy lejano los rezos de los mexicanos devotos cinco veces al día?

¿Y qué decir de las religiones no católicas que existen en el país y que también congregan año con año a miles de ciudadanos mexicanos en pleno uso de sus derechos de profesión de creencias? En la misma ciudad de Guadalajara se encuentra la sede de la iglesia la Nueva Luz del Mundo, que reúne medio millón de mexicanos cada año. O los testigos de Jehová que suman 2 millones de mexicanos en el país. O los mormones, que suelen congregar a miles de creyentes en sus celebraciones. ¿Ninguno de ellos tiene derecho a recibir recursos públicos bajo el concepto de “turismo religioso”? ¿Es que ellos profesan religiones de segunda clase o una suerte de paganismo moderno?

Así como las limosnas o donaciones con recursos públicos son violatorias de todo tipo de ordenamientos, así la visita oficial de Felipe Calderón a una ceremonia de beatificación viola el espíritu laico de la Constitución. Los principios que se vulneran son la igualdad, la equidad, la seguridad jurídica, la justicia tributaria y, por supuesto, la laicidad del Estado mexicano. Al menos, claro, que hablemos de una provincia llamada Jalisco, en Irak, o de una región llamada Guanajuato, en Irán, países donde la religión y la política están fusionados de manera irreversible por sendos Estados Confesionales.

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