Falta mucho para abatir extremismos que aún nos asfixian
Por donde se lea, Voltaire es fascinante. Desde sus Cartas hasta las voces que escribió para su Diccionario Filosófico, todo en él es agudeza, pirotecnia, sentido del humor… Sus cuentos están cargados de provocaciones. Cándido, por mencionar uno de ellos, sigue perturbando a la Iglesia católica: Si de veras Dios es tan bueno y nos ama, ¿por qué nos asedia con tantas desgracias? Esa actitud no corresponde a la de un padre amoroso, por más que Pangloss, el patético discípulo de Leibniz, se esmere en justificarlo.
Como el próximo lunes se celebra el natalicio de este aguerrido filósofo francés (vino al mundo el 21 de noviembre de 1694), me pareció oportuno comentar su Tratado de la tolerancia, uno de sus textos más entrañables. Aunque el libro se publicó en 1763, página a página rebosa actualidad. Voltaire lo comienza recordando la infame ejecución del anciano Calás, acusado de haber ahorcado a su propio hijo.
Detrás del ajusticiamiento estuvo el hecho de que Calás era protestante y vivía en Tolosa, ciudad donde la mayoría era católica. Todo indicaba que el mocetón se había suicidado pero, aun así, se condenó a su padre, quien murió torturado en el potro. El resto de la familia fue sometida a toda suerte de vejaciones. A partir de este espeluznante suceso, Voltaire echa mano de la historia para recordarnos que perseguir a quien ve el mundo de modo distinto al nuestro sólo conduce a la guerra y al desastre. El fanatismo no fue, por cierto, una política que se privilegiara en Grecia o Roma.
Pese a lo que narran los hagiógrafos sobre los mártires cristianos, a éstos no se les persiguió por su fe sino por suscitar el desorden, destruir ídolos de otros credos e invitar a la subversión, se lee en el Traité Sur la Tolérance. ¿Cómo explicar, si no, que “herejes” como Cicerón y Séneca nunca hubieran sido acosados por sus “impiedades”? No se puede esperar tolerancia si no se es tolerante: C’est nous, chrétiens, c’est nous, qui avons été persécuteurs, bourreaux, assassins! (Somos nosotros, los cristianos, los que hemos sido perseguidores, verdugos y asesinos).
La dureza con la que critica a los católicos —se ensaña en particular con los jesuitas—, no significa que Voltaire sea imprudente. Sabe que navega por aguas procelosas. Es cierto que todas las religiones son falsas, excepto la católica, sostiene, pero ¿eso justifica que se asesine y se incendie? ¿Esto es lo que quiere Dios de sus criaturas? ¿Es lo que predicó Jesús? Armado de citas bíblicas, de un tono didáctico que envidiaría un catequista y de una erudición apabullante, concluye que no.
Para no aburrir al lector, Voltaire incluye ejercicios de ironía, de la que es maestro, como el diálogo entre un moribundo y un intolerante, una carta en la que un jesuita analiza cuánto dinero costaría eliminar a los herejes y una discusión disparatada entre tres cristianos de diversas facciones.
De entonces a la fecha, cierto, se han logrado avances plausibles, pero hay que admitir que falta mucho para abatir los extremismos que aún nos asfixian. Los conflictos de la antigua Yugoslavia o las matanzas entre hutus y tutsis; la represión de los homosexuales o las formas en que se denigra a la mujer en algunos países son asuntos vinculados a la intolerancia. Si no de carácter religioso, como la que angustió a este genial agitador, sí de carácter racial y sexual. Su lucidez, por ello, resulta utilísima a la hora de entender estos conflictos y diseñar las estrategias necesarias para evitarlos. Siempre es sano abrevar del ingenio de Voltaire.