En una sociedad plural y democrática como la nuestra, en un Estado de Derecho en el que una de sus caracteríticas es la aconfesionalidad, la controvertida visita a Madrid del Jefe de Estado del Vaticano y máximo dirigente del catolicismo, ha dejado en evidencia las posturas enfrentadas que coexisten entre la ciudadanía, ante un acontecimiento que a nadie deja indiferente.
Efectivamente, yo esperaba que el Sr. Ratzinger, en calidad de Jefe de Estado del Vaticano visitara este país, con el mismo tratamiento que se le da a cualquier otro Jefe de Estado, incluso con algún trato deferente, pues para eso hay firmado un acuerdo preferencial, el Concordato de 1978, entre ambos países.
Yo esperaba que, dado que llevamos más de tres décadas desarrollando la Constitución, y que ya las imposiciones fácticas de la Transición habían quedado superadas y la democracia estabilizada, hubiera sido el momento de la modificación del Concordato, de su denuncia por parte del Estado Español, y se hubieran dejado sin efecto las diversas prebendas concedidas a la Iglesia Católica a costa del erario público, de la aconfesionaliad constitucional y del laicismo que practicamos una parte importante de la sociedad.
Pero no ha sido así y en los centros educativos, en horario lectivo, se va a seguir ofreciendo la asignatura de Religión Católica como plataforma de adoctrinamiento, y cuyo profesorado sigue siendo seleccionado y controlado, desde lo ideológico hasta lo laboral, por la Iglesia y financiado con fondos públicos. Los religiosos y sacerdotes, las monjas y los obispos van a seguir recibiendo una parte importante de fondos públicos como profesionales de la práctica religiosa católica. Y, además, los colegios religiosos de titularidad privada, -el negocio privado de la educación-, van a seguir siendo concertados y financiados desde el erario público y pudiendo imponer su carácter propio confesional y por tanto discriminatorio. Mientras, los centros públicos no pueden declararse laicos.
Yo esperaba que la visita de un Jefe de Estado de un país extranjero no fuera financiada ni con fondos públicos ni con exenciones fiscales a las empresas y particulares que, desde su práctica de creyentes, quisieran cooperar en el mantenimiento de la Iglesia Católica y sus manifestaciones externas. Lo que se destina de las arcas públicas y lo que se deja de ingresar por las exenciones es dinero de todos. Por tanto, no debiera utilizarse para fines privados confesionales.
Yo esperaba que, dadas las normas y costumbres diplomáticas de lo políticamente correcto y el respeto debido entre las instituciones de los diversos países, un Jefe de Estado extranjero no se inmiscuyera en la política interna del país anfitrión que lo acoge, más allá de alguna opinión en materia de Derechos Humanos (que alguna vez suele hacerse en los lugares donde se transgreden) y ahí tenía un inmenso repertorio: población bajo el umbral de la pobreza, paro galopante, marginación y exclusión social, como consecuencia de la dictadura legal, política y económica del capitalismo salvaje sobre la clase trabajadora; pero nunca en ningunear y criticar a un Gobierno y a unas instituciones democráticas que se han dado leyes como la del aborto, o la de los matrimonios entre homosexuales, o la del respeto a los contenidos educativos.
Pensaba que, desde el siglo XVIII, habíamos avanzado en nuestras sociedades, en la clara separación entre fe y razón, entre creencias y conocimiento. Sin embargo, observo con estupefacción que en la vida pública de nuestro país se siguen entremezclando los conceptos, tanto en las palabras como en los hechos, y sigue habiendo una interesada e imprecisa frontera que mantiene revueltos a los poderes y a los conceptos.
Yo esperaba un reconocimiento sobre que la transmisión de valores democráticos, los Derechos Humanos, puede realizarse desde una ética universal, laica y respetuosa con la totalidad de la ciudadanía y no iba a continuar la apropiación indebida por parte de la Iglesia Católica de que el único punto de vista es el filtrado por el tamiz de su Moral privada.
Yo esperaba una separación clara de poderes y de funciones por parte de las instituciones del Estado del que soy ciudadano: que ninguna autoridad ni cargo alguno político acudiera a los actos públicos de la Iglesia Católica en representación de los votantes, y lo hicieran, de forma particular e individual, los que voluntariamente así lo decidieran.
Yo esperaba que nadie se opusiera a que , en un país plural, libre y democrático, y con el debido respeto a los derechos del conjunto de la ciudadanía, cualquiera pudiera manifestarse libremente, bien para exponer su privacidad en materia de creencias religiosas y exponer ante el mundo que profesa el catolicismo o cualquier otra opción religiosa, bien para manifestar sus opciones sexuales de forma libre y responsable, bien para exigir respeto a las normas que nos hemos dado a través de las instituciones. Ni autorizaciones ni prohibiciones: la calle es de todos.
Todo eso que yo esperaba, seguramente se hubiera dado, en un país donde hay muchas tareas pendientes y poca voluntad de acometerlas, por los costes electorales de los que son rehenes los partidos mayoritarios: el Concordato, la nonata Ley de Libertad Religiosa, la clara separación de poderes, el desarrollo del criterio de laicidad con todas sus consecuencias socioeconómicas, el acabar con el uso torticero y difuso entre el conocimiento y las creencias, potenciar la educación científica y laica, y decidir la finalización del destino de los fondos públicos para los fines privados.
En definitiva, que primen los intereses generales.
Manuel Marrero Morales. Miembro del Secretariado Nacional de Intersindical Canaria.